TEMA 4.

La organización del proceso de trabajo

Introducción

El trabajo, como actividad útil de intercambio entre el hombre y la natu-raleza destinado a la satisfacción de las necesidades humanas, existe desde la aparición del homo sapiens. Aunque se dé una enorme variedad histórica en cuanto a la forma de organización y al tipo de necesidades satisfechas, el carácter útil del trabajo es una constante histórica que está presente desde las culturas primitivas a la producción robotizada. Así pues, la organización del trabajo no es un invento de los tiempos modernos ni de la sociedad indus-trial, aunque la forma que asume en ésta sea mucho más compleja y haya dado lugar a diversos intentos de explicación y de intervención.

Por otra parte, la organización no es una estrategia privativa de las em-presas que producen para el mercado; las fundaciones filantrópicas, las es-cuelas, los partidos políticos, etc., también organizan internamente su traba-jo e intentan alcanzar la mayor racionalidad de los medios disponibles para conseguir sus fines específicos.

En este capítulo estudiaremos distintas formas de organización del traba-jo bajo condiciones de producción capitalista. Aunque por razones didácti-cas estas formas se estudian en sus grandes líneas de manera aislada, cabe advertir que dificilmente se presentan en estado puro en la realidad. Los procesos de trabajo asimilables a cada una de ellas pueden estar entrelazados y coexistir en un mismo país, región, sector e incluso dentro de una misma empresa. También es necesario tener en cuenta que la introducción de inno-vaciones, como el enriquecimiento de tareas o las llamadas tecnologías flexibles, no necesariamene alteran los esquemas organizativos subyacentes. Por ello, el análisis de la organización es inseparable del análisis del control y la par-ticipación en el proceso de trabajo.

 

 

La racionalidad de la organización burocrática

Toda organización del trabajo se sustenta en un principio de racionali-dad, que tiende a fines específicos según el momento histórico. Max Weber (1864-1920) fue el primer sociólogo que abordó sistemáticamente la proble-mática de la racionalidad en las sociedades modernas, un tema que está ínti-mamente vinculado a la dominación.
Mientras en las sociedades preindustriales la dominación se basaba en la omnipresencia de la autoridad carismática o en la santidad de las tradicio-nes, en las sociedades industriales estas bases resultan insuficientes para garantizar la legitimidad. Si la dominación es la «probabilidad de encontrar obediencia para un mandato de determinado contenido entre personas da-das»', Weber se pregunta bajo qué formas se encarna contemporáneamente el poder para ser aceptado como autoridad legítima. Y así como las formas precedentes de autoridad (carismática y tradicional) engendraban tipos especí-ficos de estructuras organizativas, las formas modernas de dominación se materializan sobe la base de una autoridad legal-racional que crea su propia estructura organizativa: la burocracia.

Weber analiza estas formas de organización a través de construcciones conceptuales que denomina «tipos ideales», que consisten en descripciones en las que se abstraen los comportamientos o rasgos tipicos de los fenómenos estudiados. En modo alguno el término "ideal" supune algo deseable ni, supuesta la exigencia de neutralidad por parte del científico posee connotación valorativa alguna. Desde su punto de vista se podría construir tanto un tipo ideal de la prostitución como del liderazgo religioso. Hecha esta adver-tencia, el tipo ideal de organización burocrática se sintetiza en las siguientes características:

1. Las actividades requeridas para el funcionamiento de la organiza-ción se distribuyen de forma fija como obligaciones oficiales. Las tareas complejas se subdividen y cada funcionario tiene un área de-finida de responsabilidad en la que está especializado.
2. Rige el principio de la jerarquía funcional y de la tramitación, es decir, un sistema firmemente organizado de mando y subordinación de las autori-dades inferiores a las superiores. La inspección garantiza el cumplimiento de las disposiciones establecidas.
3. El funcionamiento de la organización está regulado por un sistema consistente de normas impersonales y previsibles.
4. El reclutamiento, la promoción y, en general, las reglas que definen la carrera burocrática se configuran sobre la base exclusiva del mé-rito y la cualificación, siendo, por tanto, imprescindible una forma-ción profesional apropiada al cargo.
5. Los funcionarios son asalariados a tiempo completo. La remuneración está de acuerdo con su posición jerárquica. Ningún miembro de la organización posee los medios materiales con que realiza su trabajo ni puede utilizar su cargo para favorecer sus intereses privados. El trabajo y la vida privada constituyen esferas estrictamente separadas.
6. La conducta de los miembros de la organización se acerca a un mo-delo de acción racional, gobernada por reglas o procedimientos es-critos que obviamente son objetivos e impersonales.

A pesar de lo que podría deducirse a primera vista, la organización buro-crática no se circunscribe al ámbito de la administración pública; sus carac-terísticas definen también las pautas de la empresa. Más aún: el propio con-cepto de racionalidad está asociado al mercado y al surgimiento de la empresa capitalista moderna.

Weber estimaba que la ampliación de la organización burocrática era inevitable por «su superioridad técnica sobre cualquier otra organización». En particular, pensaba que ni el Estado ni las empresas podían prescindir de las burocracias. «Un mecanismo burocrático perfectamente desarrollado, decía, actúa con relación a las demás organizaciones de la misma forma que una máquina con relación a los métodos no mecánicos de fabricación. La preci-sión, la rapidez, la univocidad, la oficialidad, la continuidad, la discreción, la uniformidad, la rigurosa subordinación, el ahorro de fricciones y de costes objetivos y personales, son infinitamente mayores en una administración severamente burocrática».

La «superioridad técnica de la organización burocrática» es una cues-tión controvertida y ha dado lugar a un amplio espectro de estudios que matizan o discuten las tesis weberianas. Hacia finales de la década de los cincuenta las críticas destacaban los riesgos que entraña la burocratización para las propias instituciones, insistiendo en temas tales como el peligro de que los medios se conviertan en fines, las disfunciones que entrañan los procedimientos estereotipados o las limitaciones que conlleva la especiali-zación en tanto impide captar los fines globales de la organización. En los estudios más recientes el eje se ha desplazado de la disfuncionalidad al aná-lisis del poder. Entre esas perspectivas críticas, cabe mencionar las que se ubican dentro del «paradigma del género» y sostienen que la organización burocrática está presidida por una racionalidad esencialmente masculina, basada en un concepto de carrera ajeno a la experiencia de las mujeres.

Quizá el punto más vulnerable del análisis de Weber reside en la preten-sión de universalizar la tendencia a la burocratización como parámetro del desarrollo capitalista. Obviamente, el caso de mayor contraste con sus tesis lo constituye Japón, país que, a pesar de su transición tardía al capitalismo, experimentó un ritmo vertiginoso de crecimiento. Si bien el llamado «modelo japonés» es una abstracción de una realidad con considerables heterogeneida-des internas, también es cierto que las grandes corporaciones japonesas presen-tan características organizativas diferenciales, tales como una estructura de la autoridad menos rígida, consultas en la toma de decisiones, trabajo en equi-po, menor especialización, rotación de tareas dentro de la empresa, perma-nencia de por vida y mínima separación entre el trabajo y la esfera privada.

Aunque Weber estimaba que el crecimiento de la racionalidad burocrá-tica era un proceso inexorable, también es preciso destacar que tenía senti-mientos contradictorios con respecto a su conveniencia. Si, por un lado, re-conocía que era indiscutible su eficacia técnica, la desaparición de prebendas personales y la relativa nivelación de las diferencias sociales en cuanto al desempeño del cargo, también es cierto que vislumbró con notable acierto histórico los peligros que encerraba la maquinaria burocrática para la liber-tad de los individuos. En la medida en que toda dominación entraña discípli-na, «que es algo objetivo y se coloca con firme objetividad a la disposición de todo poder», Weber se planteaba cómo se educa masivamente en la disci-plina. Su respuesta es que en el mundo contemporáneo, junto al ejército, la gran empresa económica constituye el segundo poder disciplinario, espe-cialmente bajo una organización taylorista. Veamos su caracterización:

En oposición a lo que ocurría en las plantaciones, la disciplina de las empresas industriales descansa completamente sobre una base ra-cional, puesto que, con ayuda de métodos de medición adecuados, se calcula el rendimiento máximo de cada trabajador, lo mismo que el de cualquier medio de producción. El adiestramiento y ejercitación ra-cionales basados en tales cálculos alcanzan manifiestamente sus mejo-res triunfos en el sistema americano del scientific management, que extrae las últimas consecuencias de la mecanización y organización disciplínaria de la empresa. El aparato psicofisico del hombre se adap-ta aquí completamente a las exigencias que le plantea el mundo exter-no, el instrumento, la máquina, en suma, la función. De este modo se despoja al hombre del ritmo que le impone su propia estructura orgáni-ca y, mediante una sistemática descomposición según las funciones de los diversos músculos y por medio de la creación de una economía de fuerzas llevada hasta el máximo rendimiento, se establece un nuevo ritmo que corresponde a las condiciones de trabajo.

A pesar de las prevenciones de Weber, algunos seguidores tomaron uni-lateralmente sus teorizaciones, haciendo de la racionalización un sinónimo de eficacia. Una de las tendencias más influyentes que se consolidó alrede-dor de los años sesenta es la que se denominó «Sociedad de la Organiza-ción» o, a veces, «el Hombre de la Organización». Según este punto de vis-ta, la complejización de la división del trabajo conduce a una organización que exige comportamientos regulares y normalizados, dentro de una subdi-visión de tareas ordenada que, en última instancia, está gobernada por es-tructuras jerárquicas. Para los autores que asumen esta posición, las tensio-nes derivadas del conflicto entre el capital y el trabajo estaban superadas porque, según su principal argumento, las decisiones en las corporaciones modernas las toman los expertos sobre bases racionales, que nada tienen que ver con los intereses ideológicos o políticos. Así pues, este proceso de orga-nización tecnoburocrática no sólo conduciría al «fin de las ideologías», sino que haría inevitable la convergencia de sistemas políticos opuestos.

En realidad, Weber consideró el tema de la racionalidad económica de forma mucho más problemática. Distinguió dos tipos diferentes, el primero denominado racionalidad formal de la gestión económica, se basa en la apli-cación del cálculo, es decir, en estimaciones de bienes y dinero. El segundo tipo, la racionalidad sustantiva, se plantea de forma mucho más incierta en tanto se refiere al grado de abastecimiento de bienes dentro de uio, grupo social, por medio de una acción social de carácter económico que está orien-tada por postulados de valor. En este segundo tipo no basta el cálculo técni-co; la racionalidad de la gestión debe ser evaluada de acuerdo con exi-gencias éticas, políticas, utilitarlas, hedonistas, estamentales, igualitarias que pueden definir la acción de la organización. Si la racionalidad formal apunta a la eficacia y permite anticipar los costos y beneficios de la empresa, la racionalidad sustantiva puede tener múltiples acepciones sociales e inclu-so entrar en conflicto con la racionalidad formal.

Weber preveía una constante tensión potencial entre los dos tipos de racionalidad y no dudó en señalar que a veces lo formalmente racionál (como la búsqueda de beneficio a través de la fusión o vaciamiento de empresas), puede ser sustantivamente irracional en términos de sus consecuencias sociales. Pero, de hecho, la apropiación teórica de una u otra forma dio lugar a dos tradiciones enfrentadas en cuanto a la organización del trabajo. Si la lógica de la eficacia está en la base de las teorías de la dirección empresarial con miras a la maximización del beneficio, el rescate de las implicaciones, axiológicas que conlleva la racionalidad sustantiva dio pie a los autores afi-nes al radicalismo neoweberiano para poner de manifiesto los temas del con-flicto y el control en el proceso productivo.

F. W. Taylor: la dirección científica

El contexto del taylorismo

La obra y los estudios experimentales de Taylor (1856-1915) están pre-sididos por la búsqueda de los procedimientos más adecuados para incre-mentar la racionalidad empresarial. También él, al igual que Weber creía que la dirección experta representaba una superación de la autoridad tradi-cional que se basaba en métodos empíricos e ineficientes. Pero de Ia proxi-midad temática no debe deducirse una coincidencia. Weber no estudió cómo dirigir una empresa, se limitó a analizar con dudas y escepticismo la crecientee burocratización de la gestión. Por el contrario, Taylor era un hombre de acción, un ingeniero pragmático que tenía certezas claras; «había un único modo de hacer bien las cosas» (the one best way) y no se dedicó a elaboraciones teóricas. No obstante, el taylorisma se convirtió en el referente obligado para entender las transformaciones de los procesos de tra-bajo en el siglo xx.

 

En el último cuarto del siglo XIX los países centrales experimentaron una de las mayores crisis del mundo capitalista. Al estancamiento económico se sumó una gran conflictividad social que condujo, por una parte, a la forma-ción de los primeros partidos de masas socialistas y socialdemócratas y, por otra, a la organización de trabajadores semi o no-cualificados bajo un nuevo tipo de organización sindical. En los Estados Unidos la crisis asumió carac-terísticas específicas, entre otras razones, porque todavía no era un país central, no existían sindicatos fuertes y, además, era receptor de los contingen-tes inmigratorios más importantes de la historia.

La crisis requería medidas drásticas, sea por la vía de la expansión de los mercados y la apertura de nuevos territorios, que fue la solución imperialista que adoptaron las potencias europeas, o por la intensificación de la explota-ción de la fuerza de trabajo industrial en los propios países. La primera era inviable para los Estados Unidos, que fue un país deudor hasta la Primera Guerra Mundial; la segunda probó ser eficaz en un contexto marcado por la caída de los beneficios, especialmente en las industrias del hierro y del ace-ro, donde trabajaba Taylor.

Aunque las empresas crecían en tamaño y las fusiones estaban a la orden del día, la organización del proceso productivo estaba claramente desfasada en relación con la complejidad de la división del trabajo. Las dificultades se agravaron con la incorporación de los nuevos inmigrantes, ya que, a partir de 1880, disminuyó la inmigración cualificada del norte de Europa y aumen-tó la que provenía de Asia y del sur y este europeos, que no tenía experiencia industrial y, por tanto, escasa especialización.

La reorganización de la gestión exigía acabar con las formas existentes de control que, lógicamente, variaban según los distintos contextos y secto-res. Junto al control tradicional del empresario directo, con fuerte peso de las relaciones primarias, existía el control impuesto por el sistema de sub-contratación interna, en torno al cual giraba buena parte de las relaciones laborales. Los subcontratistas, que tenían un alto estatus en la sociedad y en la fábrica, eran responsables de un área de la producción, vigilaban a sus propios empleados y a veces ellos mismos recibían un sueldo. Frecuente-mente, este sistema se superponía con otro, basado en el control de oficio, por el cual un obrero cualificado ayudaba, y a veces también pagaba, a los no cualificados'.

Estos sistemas eran jerárquicos pero no burocráticos, fundamentalmente porque no se basaban en un control centralizado que, en definitiva, era el núcleo del problema a resolver para racionalizar la producción en gran esca-la. En torno a este tema surgió en la década de 1880 un movimiento com-puesto por ingenieros, contables y gerentes, encaminado a sistematizar la dirección empresarial. Los «sisternatizadores» creían que en el funciona-miento interno de las grandes firmas primaba el caos, la improvisación y el derroche, hechos a todas luces incompatibles con el trabajo mecanizado y la concentración de la producción. Para superar tal estado de cosas no sólo era preciso acabar con las formas diluidas de control y redefinir el papel de los supervisores, sino que era menester también: a) introducir formas de regis-tro y técnicas contables que permitieran evaluar la actividad, y b) muy espe-cialmente, tecnologías que hicieran redundante la pericia del obrero. Esto último no sólo tenía la ventaja de enfrentar la escasez de trabajadores cuali-ficados, incorporando al inmigrante reciente, sino que también era un medio altamente eficaz de acabar con la resistencia del obrero de oficio.

Así pues, la dirección empresarial dejaba de estar sometida a los azares del mercado para constituirse en una actividad consciente y especializada. En tanto no existía aún como disciplina académica, se hacía conveniente reclutar jóvenes provenientes de los Colleges, como el propio Taylor, que a los 18 años abandonó los estudios en Harvard por problemas de la vista y decidió completar su educación en la producción. Desde sus inicios como aprendiz en la Midvale Steel Co. hasta ver completada su aspiración de «ser jefe de fábrica» pasaron seis años; a los veintiocho, como ingeniero jefe, tenía a su cargo seis mil obreros. Taylor fue el que mejor encarnó la tradi-ción de los «sistematizadores» y el que más controversias suscitó con sus propuestas.

 

Las propuestas de Taylor

Como reconocía Taylor, la dirección científica no representaba algo nuevo, aunque sí implicaba «una cierta combinación de elementos que no existían en el pasado», tales como: «Ciencia en lugar de empirismo. Armonía en lugar de discordia. Cooperación en lugar de individualismo. Máxima pro-ducción en lugar de producción limitada. La formación de cada hombre para que alcance su grado más alto de eficiencia y prosperidad».

De acuerdo con ese programa Taylor se proponía superar el antagonis-mo de clase, puesto que estaba convencido de que patronos y empleados tenían intereses coincidentes, ya que ambos perseguían la máxima prosperi-dad. No obstante, advertía que ésta no podía limitarse solamente a obtener mejores dividendos o mejores salarios; era necesario un esfuerzo para que cada sección de la empresa alcanzara su cota más alta de perfección y rendi-miento y para que cada trabajador realizara su tarea con la mayor eficacia. La prosperidad dependía, pues, de la productividad y la nueva ciencia estaba destinada a buscar los medios más eficaces para aumentar la riqueza común, neutralizando así los conflictos potenciales. Las disputas, pactos o regateos debían dar paso a la investigación científica, que era, en última instancia, la que debía decidir sobre las relaciones laborales, y determinar, por ejemplo, cuál era la jornada justa de trabajo. En síntesis, la dirección científica con-vertía la negociación colectiva en algo innecesario.

La sistematización técnica de la filosofia de Taylor comprende diversos aspectos interrelacionados:

a) Un cambio sustantivo en la organización, basado en una drásti-ca separación entre quienes ejecutan y quienes diseñan el trabajo. Cada tarea debe ser meticulosamente estudiada antes de ser adjudicada al obrero. El Departamento de Planificación concentra ahora todos los conocimientos que tradicionalmente poseían los trabajadores y estos conocimientos se tabulan y clasifican hasta reducirlos a reglas y procedimientos fijos. Como Taylor desconfiaba de que los traba-jadores leyeran las instrucciones escritas, establece un control a través de los diferentes capataces, quienes actúan como agentes del Departa-mento de Planificación con misiones específicas en el taller.
b) Fragmentación y especialización de las tareas. Se define el óptimo de productividad sobre la base de estudios de los tiempos, movi-mientos y herramientas más adecuados en cada caso . En la medida en que todo el proceso apunta a la normalización de cada segmento de trabajo, no caben las iniciativas individuales.
c) Establecimiento de un sistema de remuneración basado en el salario diferencial por piezas. Se regulan tanto las penalizaciones como las primas, según que el obrero alcance o no el nivel de rendimiento considerado normal. La necesidad de individualizar el rendimiento conlleva la desaparición del trabajo en equipo, una forma que de todos modos se considera altamente ineficaz. Taylor pensaba que este sistema de remuneración acabaría con la holganza o la actitud de «lentitud sistemática» que adoptaban los trabajadores para evitar que se despidiera la mano de obra redundante.

Junto a estos aspectos habría que agregar la introducción de otros ele-mentos racionalizadores, tales como la cuidadosa selección de los trabajado-res, un sistema moderno de costes, la elaboración de instrucciones detalla-das, etc. Pero todo esto constituía según Taylor el mecanismo de la direc-ción científica, no su esencia, y cuando se aplicaban técnicas sin estar imbui-do de su filosofia, los resultados resultaban catastróficos. Por ejemplo, decía, «la información obtenida a partir de un estudio exacto de tiempos es un instrumento poderoso que, en un caso. puede utilizarse para promover la armonía entre los trabajadores y el management, mediante una educación, un adiestramiento y una introducción gradual de los trabajadores en los mé-todos nuevos y mejores de hacer el trabajo, mientras que, en otro caso, pue-de ser usado a guisa de látigo para forzarlos a producir más a cambio de un salario aproximadamente igual al que venían recibiendo».

Como puede deducirse de lo expuesto hasta aquí, la propuesta taylorista constituía un intento de extrapolar el paradigma de la mecánica -en boga entonces- a la organización del trabajo. Pero, si inicialmente pasó del taller a la fábrica de construcción mecánica, donde los procesos discontinuos per-mitían descomponer las tareas, también es cierto que posteriormente se ex-tendió a otras ramas industriales e incluso a los servicios. El trabajo de los ingenieros cobró una importancia decisiva; no en vano eran los expertos por excelencia situados en el centro neurálgico del poder en la producción. Ello explica también su crecimiento numérico: de aproximadamente 7.000 inge-nieros registrados en los Estados Unidos en 1880 se pasó a 136.000 en 1920. El ascenso de la profesión de ingeniero fue tan impresionante que David Noble no duda en considerarlo inseparable del ascenso del capitalismo cor-porativo`.

 

La difusión de la Organización Científica del Trabajo

Durante la vida de Taylor la Organización Científica del Trabajo (OCT) tuvo muy poco eco. Obviamente los sindicatos la rechazaron, pero tampoco los empresarios mostraron entusiasmo, en tanto ponía en cuestión las prerro-gativas y la competencia del capitalista tradicional. En realidad, resulta dificil evaluar estrictamente la incidencia de Taylor porque, por una parte, pocos siguieron su filosofía, con la excepción de algunos discípulos como Gantt y el matrimonio Gilbreths que continuaron los estudios sobre la fatiga, utilizando a tal efecto por primera vez los registros grabados por cámaras cinematográfi-cas. Por otra parte, el modelo ortodoxo rara vez se puso en práctica; general-mente se aplicaban aspectos aislados, como la medición de tiempos o la descomposición de tareas, que eran los que más resistencia provocaban.

Parece más razonable, pues, considerar a Taylor como parte de un am-plio movimiento racionalizador que arranca con los «sistematizadores» y se continúa con una serie variada de experiencias. Entre los diversos intentos que pueden enmarcarse dentro de una concepción amplia de la OCT, destaca la llamada corriente administrativa, con impulsores como Gulick, UrwIck y, fundamentalmente, Fayol. Este último combinó los aportes weberianos y tayloristas para elaborar unos principios organizativos destinados a raciona-lizar tanto la dirección de los organismos públicos como de las empresas. Sus prescripciones no sólo inspiraron la reorganización de los ferrocarriles franceses, empresas de ingeniería y grandes almacenes, sino que influyeron en buena medida en la elaboración de técnicas destinadas al desempeño de la función gerencial.

En cuanto a la aplicación de la OCT, también el panorama es muy hete-rogéneo, según los países. En los Estados Unidos comenzó a aplicarse en gran escala como consecuencia de la necesidad de maximizar la producción industrial durante la Primera Guerra Mundial. En los países europeos centra-les las técnicas de filiación taylorista se aplicaron más tarde y con distintos alcances, dependiendo en buena medida del grado de oposición obrera. En España, aunque hubo algunos intentos iniciales en la Mancomunitat de Ca-taluña y en el País Vasco después, la OCT se introduce de la mano del Estado a partir de los años cuarenta a través de la creación del Instituto Nacional de Racionalización del Trabajo, pero, dada la fragilidad de la estructura in-dustrial, tuvo un alcance sectorial y regional muy restringido. En la década de los cincuenta se incorpora en los grandes establecimientos y en algunas empresas de tipo medio, aunque todavía limitada a los núcleos industrializa-dos de Barcelona, País Vasco y Madrid y principalmente en el sector sidero-metalúrgico. La consolidación tendrá lugar recién estrenada la etapa desa-rrollista de los años sesenta.

Desde una perspectiva global, puede decirse que las distintas formas de resistencia de los trabajadores -desde el absentismo al sabotaje- fueron incapaces de detener a largo plazo las tendencias racionalizadoras que ha-bía desencadenado la OCT. Por ello, el sindicalismo reformista fue encon-trando en la década de los años veinte distintas fórmulas de acomodación pragmática a la nueva realidad, posición que probablemente facilitaba la ac-titud conciliadora de los tayloristas posteriores, de los cuales muchos, estu-vieron incluso dispuestos a institucionalizar el papel de los sindicatos en los estudios sobre el trabajo y los sistemas de bonificación. La base obrera, so-metida a un trabajo cada vez más intensificado, continuó resistiendo, pero era una batalla perdida de antemano. El espectro de las técnicas de raciona-lización se amplió cada vez más, incluyendo, entre otras, el análisis de los puestos de trabajo, evaluación de tareas, controles de calidad, salarios dife-renciales, etc.

 

La producción en masa

Henry Ford

Taylor se preocupó por elevar la eficacia industrial, pero prestó poca atención al problema de la venta del excedente de producción. Ford fue el primero en comprender que la creciente productividad requería grandes mercados; por ello, junto a la introducción de cambios técnicos y organizativos, se ocupó de cómo generar un aumento del consumo. Así es como asoció su nombre a la conversión de la naciente industria del automóvil en un sistema de producción en masa de un modelo normalizado conocido como el Ford T.

El principal cambio técnico se simboliza por la introducción de la línea de montaje, idea que, según sus biógrafos, Ford tomó de los frigoríficos de Ohio y Chicago, donde los trabajadores debían ejecutar la parte asignada del despiece según el ritmo impuesto por el transportador que conducía las reses. En 1913 introduce por primera vez la línea de montaje en la fábrica de Highland Park en Michigan y, aunque todavía se trataba de una técnica rudimentaria, consistente en tirar con una cuerda del chasis del automóvil que se
iba desplazando pasando frente a los diferentes operarios, el tiempo de producción se redujo de 12 horas y media a 6 horas - hombre. En 1914, al introducirse motores eléctricos y mecanismos de cadena que aseguraban el movimiento continuo de la línea de montaje, el tiempo bajó a 93 minutos hombre.

Desde un punto de vista técnico, el funcionamiento de la cadena móvil exige una planificación rigurosa de los materiales y tareas para poder asegurar la progresión ordenada de la mercancía a través de la fábrica y, puesto que el objetivo es facilitar la secuencia lineal del trabajo, cada parte debe ser diseñada de modo que pueda ser ensamblada sin dificultad, a los efectos de minimizar el tiempo dedicado a los ajustes. La idea central que preside todo el proceso es la normalización, que abarca desde la tipificación del producto hasta los niveles de calidad de las piezas, cuya intercambiabilidad, es la condición técnica de la producción en serie.

La organización del trabajo en cadena supone que las tareas se subdividan al minuto y se adjudiquen a los trabajadores que están asignados a puestos fijos a lo largo de la cadena. El transportador permite eliminar los tiempos muertos de la producción, ya que los obreros no necesitan desplazarse, porque todas las tareas de abastecimiento las realizan las máquínas. La norma de productividad se socializa, en el sentido, de que todos están sometidos al ritmo de la cadena, a diferencia de la norma taylorista que se basaba en el rendimiento individual. Por otra parte, la introducción de las máquinas especializadas en una sola operación lleva a un límite extremo la parcelación de tareas, lo cual exige un número creciente de capataces y personal de vigilancia para controlar y coordinar las distintas fases de la producció.

La nueva organización permitió un aumento enorme de la producción; en 1903 se producían alrededor de 11.000 coches y camiones en todo Estados Unidos, mientras que en 1915 la cifra rondaba ya los 900.000. Y junto a este salto impresionante, se dio la no menos espectacular reducción del precio del automóvil: en 1910 el modelo más barato de Ford costaba 686 dólares; en 1914 su precio se había reducido a 390. La evidencia palpable del aumento del consumo forzó tanto a los competidores como a los proveedores de Ford a adaptar sus métodos, con el resultado de que en poco tiempo la cadena de montaje se extendió a otros sectores como la industría del acero y la química.

La parte oscura de este proceso la vivieron los obreros, sometidos al ritmo cada vez más acelerado del transportador, confinados a tareas monótonas y repetitivas y despojados de los saberes del oficio, ahora definitivamente incorporados a la maquinaria. En la década de los treinta, cuando ya había
una experiencia acumulada del trabajo en cadena, dos películas ilustraron sus efectos alienantes: René Clair producía en 1931 Para nosotros la libertad, y Charles Chaplin en 1936 Tiempos modernos.

Como consecuencia del agobio del trabajo en cadena se dispararon los abandonos y aumentaron considerablemente las enfermedades laborales y las tasas de absentismo. Frente a la escasez de mano de obra que ponía en peligro la continuidad de la producción en serie, Ford puso en marcha su famosa fórmula de pago: «Five dollars a day for an eight-hour day» (cinco dólares diarios por ocho horas diarias), que duplicaba el salario nominal vigente en toda la industria automovilística de Detroit. Con ello no sólo se aseguraba el aprovisionamiento continuo de fuerza de trabajo, reduciendo el número de reemplazos, sino que, al contar con una gran oferta de operarios, pudo intensificar el trabajo sin mayores resistencias, neutralizando así los efectos de la creciente acción sindical. No en vano Ford escribió en su autobiografía que la famosa fórmula «fue una de las mejores decisiones para reducir los costos».

Ford justificaba el nuevo sistema de pago en términos de la creación de un nuevo orden industrial. A tal efecto creó un Departamento de Sociología para regular la puesta en práctica del sistema, que se presentaba como un esquema de participación en las ganancias, pero que en realidad no era más que una forma de incremento del salarlo. A los obreros se les pagaba un salario básico de 34 céntimos por hora más una cantidad de 28,5 céntimos por hora en calidad de «participación en las ganancias». Sin embargo, para hacerse acreedor a esta participación, el obrero debía cumplir ciertas condiciones, además de la de ser un trabajador eficaz en la línea de montaje, a saber, ser ahorrativo, poseer un hogar digno de un trabajador de Ford, no alquilar habitaciones de su casa a huéspedes, no participar en ningún trabajo externo a la fábrica, no relacionarse con gente indeseable, ser limpio, ser un buen ciudadano, estar legalmente casado, no beber ni fumar en demasia, no permitir (en el caso de los hombres) a sus mujeres trabajar fuera del hogar, demostrar progresos en la adquisición del idioma inglés (en el caso de los trabajadores extranjeros), etc. La tarea del Departamento de Sociología consistía al principio en enviar a sus investigadores a visitar las casas de los trabajadores y de sus vecinos y relaciones a efectos de determinar quiénes se habían hecho acreedores a la participación en las ganancias. Durante la depresión de los años 1920-1921, y como consecuencia de la drástica reorganización de la producción, el Departamento fue desmantelado, pero se lo reemplazó por el Departamento de Servicios que se convirtió durante el resto de esa década y la siguiente en el cuartel general de la lucha de la empresa contra los sindicatos.

El impacto de los métodos de producción de Ford en la industria del automóvil trascendió las fronteras de Estados Unidos; con escasa diferencia de tiempo los adoptó Fiat, Renault, Sunbeam, Citroën. En realidad, la transferencia de la cadena de montaje no fue dificil, porque ya existían diversos antecedentes en Europa, pero fue la necesidad urgente de productos de diverso tipo, a raíz de la Primera Guerra Mundial, lo que definitivamente impulsó su implantación. Alrededor de 1930 se había extendido a otras industrias, aunque el contexto era muy distinto que en los Estados Unidos. Los empresarios europeos veían en la cadena de montaje la doble ventaja de la posibilidad de rebajar los precios y de incrementar su control sobre el proceso de trabajo, reclutando mano de obra semi o no-cualificada, pero no ofrecían la contrapartida del aumento de salarios que representó elfive-dollar-day. Ello no fue obstáculo para que la cadena de montaje se extendiera, en parte porque en los años veinte el fordismo gozaba de un aura progresista y en parte también porque no se dio una respuesta coherente por parte de la clase obrera europea. Los obreros sindicados, que en general eran los más cualificados, no se opusieron frontalmente; algunos sectores incluso veían perspectivas de promoción en los departamentos que se creaban en la fábrica o en el acceso a las nuevas categorías destinadas al mantenimiento y la supervisión. En cambio, los obreros de base, que eran los que sufrían más directamente los efectos de la cadena, plantearon, con o sin el apoyo de los sindicatos, distintas formas de lucha, desde huelgas salvajes hasta la resistencia informal.

La producción en serie se desarrolló en Europa bajo condiciones sociales muy diferentes a las de Estados Unidos y fue Gramsci, el marxista italiano, quien observó sutilmente que no solamente los trabajadores se oponían a los métodos de Ford, sino que también los rechazaban otros sectores sociales, no vinculados a la producción. Era necesario, pues, analizar en profundidad lo que significaba la organización fordista en términos de un nuevo modelo social y qué causas obstaculizaban la plena implantación de sus métodos en el contexto europeo. Gramsci pensaba que si bien los Estados Unidos, por ser un país con una historia reciente, no tenía grandes tradiciones culturales que preservar, este mismo hecho creaba las condiciones para desarrollar una cultura del pionero, del esfuerzo, de «la vocación de trabajo», que a la larga condujo a la innovación productiva ya un mejor nivel de vida de las clases populares. Por el contrario, a través de la larga y rica historia europea se sedimentaron capas sociales que no tenían ninguna función esencial en el mundo del trabajo, clases parásitas que provenían de formas precapitalistas de producción, como el clero, el ejército y los terratenientes, a los que se sumaba la saturación de funcionarios e intelectuales y «son estos residuos pasivos quienes se resisten al "americanismo" porque de algún modo tienen el sentimiento instintivo de que las nuevas formas de producción y trabajo los barrerían implacablemente».

De Ford al fordismo

En sus usos contemporáneos el concepto de fordismo lo generaliza la Escuela de la Regulación, con autores representativos como Aglietta, Coriat, Boyer, Mistral, Lipietz, entre otros. Según este último, el término fue acuñado por Gramsci para indicar no sólo la reorganización productiva, sino también sus implicaciones como un nuevo modelo social, conceptualización que suscribe la mencionada escuela.

Sin embargo, es preciso aclarar que Gramsci no llevó tan lejos ese concepto; su preocupación central no reside tanto en analizar el proceso de trabajo, sino en desentrañar la importancia de este tipo particular de organización para la construcción de la hegemonía de clase. Precisamente, la teoría de la hegemonía es su mayor aporte al pensamiento social del siglo XX; para él la dominación no se ejerce solamente por la pura fuerza, ni por las prerrogativas que otorga la propiedad de los medios de producción; también es necesario contemplar cómo se genera el consentimiento de las clases subalternas a través de la «dirección moral e intelectual» de la burguesía. Dentro del marco de su teoría general el fordismo es uno de los tantos casos que ilustra el proceso de construcción hegemónica, pero con una particular y específica combinación de consenso y coerción. Más allá de la originalidad de su análisis, es necesario señalar que éste debe ser interpretado en el contexto de su situación personal, ya que, como es sabido, fue escrito en el terrible aislamiento de la cárcel durante el régimen fascista de Mussolini.

Como veremos más adelante, el fordismo está muy lejos de ser un término unívoco; incluso los estudios recientes relativizan mucho sus alcances y algunas características que lo definen. No obstante, es preciso reconocer que Gramsci tuvo el mérito de avanzar el interrogante clave del debate contemporaneo, a preguntarse si los cambios en la produccion que introdujo Ford eran tan importantes como para inaugurar una nueva época social o si simplemente se trataba de la confluencia de acontecimientos sin trascendencia histórica. Aunque él no se pronunció claramente, cabe pensar que se inclinaba por la primera opción.
En su famoso artículo de 1934 «Americanismo y fordismo», en el que nos basamos para estos comentarios, contrasta las formas en que se articula la organización de la producción con las superestructuras político-ideológicas. Así, mientras en Europa encuentra «resistencia moral e intelectual y se pone en práctica bajo formas insidiosas y brutales y por medio de la coerción más extrema», en los Estados Unidos, escribe, «fue relativamente fácil racionalizar la producción y el trabajo por una hábil combinación de fuerza (destrucción del sindicalismo obrero sobre una base territorial) y persuasión (altos salarios, diversos beneficios sociales, sutil propaganda ideológica y política). Aquí la hegemonía nace en la fábrica y requiere para su ejercicio sólo una mínima cantidad de intermediarios políticos e ideológicos».

De este modo, para él la organización fordista del trabajo no puede separarse del intento consciente de crear un nuevo tipo de hombre. El control de la vida privada de los trabajadores, en aspectos tales como la monogamia y la prohibición del alcohol, no puede verse como un mero asunto de moral puritana; más bien se trata de preservar fuera de la esfera del trabajo un equilibrio psico-fisico que evite el colapso del obrero, exhausto por los nuevos métodos aplicados. Los excesos no son compatibles con el autocontrol que requieren los movimientos conectados con el automatismo de la cadena; de allí que la disciplina del trabajo se extrapole a toda la vida social". Sin embargo, Gramsci no cae en un determinismo mecánico y no da por sentado que efectivamente la clase industrial pueda construir su hegemonía sin resistencias, porque ni siquiera los altos salarios constituyen un incentivo definitivo para retener al obrero en la cadena de producción.

El régimen de acumulación es predominantemente extensivo cuando el crecimiento del capital se realiza fundamentalmente a través de la extensión de la jornada laboral, la intensificación del trabajo o el aumento cuantitativo de la fuerza de trabajo. Corresponde a la extracción del plusvalor absoluto en una organización donde todavía priman las técnicas productivas de tipo artesanal, la productividad es baja y pocas las posibilidades para un aumento del consumo. Por el contrario, cuando el régimen de acumulación es predominanemente intensivo y, por tanto, se basa en la generación del plusvalor relativo a través de una inversión creciente en capital constante, se crean las condiciones para un aumento de la productividad y el consumo de masas.

Un régimen de acumulación no puede subsistir ni reproducirse en el vacío social. Necesita materializarse en formas institucionales, procedimientos y hábitos que coaccionan o persuaden a los agentes sociales a aceptar sus premisas. Estas formas son colectivamente conocidas como un modo de regulación y tienden a fijar tanto el contexto de los comportamientos cotidianos como el marco aceptable en que pueden desenvolverse los posibles conflictos entre el trabajo y el capital, por una parte, y entre los diferentes capitales individuales, por otra. En su evolución histórica, el capitalismo presenta dos modos de regulación diferenciados: a) el modo de regulación competitivo, donde subsiste el control del proceso de trabajo por los oficios y la determinación de precios y salarlos a través del libre juego de la competencia y b) el modo de regulación monopolista, basado en el control de la dirección científica, en un sistema oligopólico de precios y en el establecimiento de la relación salarial a través de la negociación colectiva entre sindicatos, organizaciones empresariales y el Estado, por la que se regula socialmente el modo de consumo.

Las distintas fases o modos de desarrollo del capitalismo se conforman combinando estos pares conceptuales: régimen de acumulación extensivo/ intensivo y modo de regulación competitivo/monopolista. La periodización que ofrecen los regulacionistas puede resumirse en:

1. Durante casi todo el siglo XIX predomina un modo de regulación competitiva gobernado por un régimen de acumulación extensivo, que se basa en la intensificación del trabajo y en una enorme expansión geográfica del sistema. No obstante, al conservar los trabajadores un considerable control sobre el oficio, en un contexto donde existe una competencia sangrienta entre las empresas, los empresarios no se animan a asumir inversiones de riesgo que puedan innovar el proceso productivo. Pero el principal obstáculo para el desarrollo reside en la escasa demanda, ya que hasta comienzos del siglo XX la clase obrera obtiene los medios para su reproducción fuera del circuito de la producción de mercancías, generalmente a través de sus vínculos con el mundo rural. En otras palabras, en el modo de consumo predominan las relaciones no mercantiles.
2. En las primeras décadas del siglo XX surge un régimen de acumulación de tipo intensivo, como consecuencia de los cambios técnicos y los métodos tayloristas de racionalización del trabajo. Puesto que este régimen todavía está condicionado por un modo de regulación competitivo en términos de la relación salarial, el modo de desarrollo no logra estabilizarse, en la medida en que no se logra institucionalizar el consumo masivo de productos que requiere la expansión industrial. Así pues, la desproporción entre los Departamentos I y II se acentúa, ya que las mismas fuerzas que revolucionan el proceso de trabajo y permiten técnicamente la producción en masa son las que reducen la demanda efectiva, al restringir el incremento de salarios. La contradicción entre la creciente productividad y la regulación de tipo competitivo durante el período entre las dos guerras mundiales conduce a la crisis estructural de 1930, que se define como una crisis de sobreinversión y subconsumo.
3. Como consecuencia de la lucha de clases de los años treinta emerge el modo de regulación monopolista, que permite el pleno florecimiento de las potencialidades de la acumulación intensiva y resuelve las contradicciones de las etapas previas, al crear las condiciones para el consumo de masas. A partir de la Segunda Guerra Mundial se socializa en buena medida la distribución del ingreso a través de una serie de compromisos tripartitos entre representantes del capital, el trabajo y el Estado, por los cuales se regula la relación salarial, el sistema fiscal, el gasto público, etc.

Esta tercera fase está personificada en el fordismo, al que Aglietta define como «un nuevo estadio de la regulación del capitalismo, el del régimen de acumulación intensiva, en el que la clase capitalista intenta gestionar la reproducción global de la fuerza de trabajo asalariada a través de la íntima articulación de las relaciones de producción y las mercantiles, por medio de las cuales los trabajadores asalariados adquieren sus medios de consumo. El fordismo es, pues, el principio de una articulación del proceso de producción y del modo de consumo que instaura la producción en masa, clave de la universalización del trabajo asalariado».
¿Cómo se explica esa articulación? Aglietta aclara que no debe considerarse al consumo como un conjunto de funciones de gasto ni como expresión de las elecciones del consumidor individual; si bien se trata de actividades privadas, éstas están sujetas a la lógica general de la reconstitución de la fuerza de trabajo. Ello se deriva de que la intensificación de la jornada laboral produce, entre otras cosas, la desaparición de los tiempos de recuperación en el lugar de trabajo y el desgaste creciente de los obreros ha de ser contrarrestado afuera. Por primera vez en la historia se invierten los modos de vida tradicionales, en los que el proceso de consumo o no estaba estructurado en absoluto o se organizaba dentro del marco de la familia. Con el fordismo se reestructura el tiempo dedicado al consumo que está cada vez más dedicado a un uso individual de mercancías y se empobrece en todo lo que se refiere a las relaciones personales no mercantilizadas".

Pero esta explicación sería insuficiente si no se contemplase el elemento decisivo que introduce el nuevo modo de regulación: el continuo ajuste entre el consumo masivo y el crecimiento de la productividad. Esta situación armónica, que en general experimentan los países desarrollados hasta mediados de la década de los sesenta, en que el modelo entra en crisis, permitió al Estado del Bienestar poner en práctica políticas keyneslanas de diverso tipo, que al contribuir a una mayor redistribución de la renta incentivaron la demanda efectiva.

 

Nuevas formas de organización del trabajo

¿Crisis del fordismo?

Desde los años setenta se aceleraron los cambios en el panorama económico mundial. El éxito industrial de Japón y posteriormente de otros países del sureste asiático supuso un reordenamiento de los mercados mundiales, con el consiguiente cambio de las relaciones a nivel internacional. Al mismo tiempo, las innovaciones tecnológicas, primero con la introducción de la microelectrónica y luego con la biotecnología y los nuevos materiales, implicaron también una reestructuración creciente en las industrias y servicios. Todo este vértigo de cambios, aún no suficientemente asimilados, dio lugar a distintos tipos de análisis y, frente al desafío de nuevos competidores, nuevas industrias punta, nuevas tecnologías, nuevos requerimientos de cualificación, no cabía indiferencia con respecto a las «viejas fórmas» de organización del trabajo.

El éxito de Japón y de otras experiencias en la llamada Tercera Italia indujo a cuestionar hasta qué punto la gestión fórdista era universalmente válida, e incluso si resultaba eficaz en Occidente en el nuevo contexto de incertidumbre y cambio. Indudablemente esta revisión tuvo el mérito de ampliar el horizonte sobre las múltiples y diversas vías de gestión y, en la medida en que la comparación de distintas experiencias nacionales e internacionales permitió ver la relatividad histórica de las configuraciones organizativas, también se pudo tomar conciencia de que el patrón de relaciones sociales articuladas en torno al taylorismo-fordismo tampoco representa necesariamente the one best way en Occidente.

Quizá uno de los efectos más interesantes de los análisis comparativos se manifiesta precisamente en el reconocimiento de la existencia de distintas lógicas de organización productiva. Resulta sintomático que en muchos de los análisis recientes se ponga especial énfasis en la posibilidad de opciones, resaltando el protagonismo de los agentes y de los proyectos que intentan desarrollar bajo distintos modos de racionalidad. En un representativo estudio de Stewart Clegg, que tiene el sugerente título de «Pan francés, moda italiana y empresas asiáticas: pasiones modernas y prognosis posmodernas», se pone de relieve la eficacia de empresas que él considera representativas de la posmodernidad y cuya gestión está en abierta contradicción con las premisas de la denominada organización moderna.

Clegg sostiene que esta última, tipificada en una empresa fordista organizada sobre la base de una pirámide de control burocrático en la línea weberiana, ha entrado en crisis porque, al alcanzar sus límites en la racionalización, no generó nuevas vías de acumulación. Mientras la empresa moderna se asienta sobre los procesos de diferenciación que marcan las líneas divisorias entre jerarquías, asignación de tareas y cualificaciones, al caracterizar la organización posmoderna Clegg utiliza el principio de la des-diferenciación, como ruptura o transgresión de los límites, que borra las demarcaciones rígidas entre jerarquías, tareas y cualificaciones. Mientras que la organización moderna parte de un determinismo tecnológico y se dirige a un consumo de masas, la organización posmoderna admite diferentes opciones tecnológicas y tiene una estrategia de comercialización que apunta a satisfacer los nichos de mercado.

A pesar de la clara preferencia de Clegg por las formas posmodernas, nos advierte de que por ahora éstas no prefiguran la generalización de una nueva organización del trabajo ni de que tampoco se aniquilan necesariamente las formas preexistentes. No obstante, a pesar del interés de los casos que analiza, su teorización esquematiza exageradamente una realidad mucho más compleja. En realidad, Clegg comparte con muchos autores una visión polarizada, que confronta estrategias de organización que rara vez existen en estado puro y desconoce la importancia de las formas híbridas. Detrás de toda esta categorización subyace el desconcierto ante un mundo dificil de aprehender y que compele a utilizar una división simplista entre el antes y el ahora; no es casualidad que el prefijo «pos» anteceda a más de quince conceptos (posindustrial, posfordismo, poscapitalismo, etc.) que poco aclaran a qué realidades se refieren, aunque implícitamente se pretenda representar la fragmentación y la desorganización del capitalismo actual.

Estos esquemas polarizados generan una retórica dualista donde los rasgos se oponen simétricamente y se excluyen entre sí. Según Sayer, la oposición entre el fordismo y la especialización flexible o posfordismo puede sintetizarse así:

Viejos tiempos Nuevos tiempos

fordismo especialización flexible/posfordismo
rigidez flexibilidad, capacidad de respuesta
producción en masa pequeña producción en lote
maquinaria específica maquinaria flexible
productos normalizados productos diferenciados
just in case just in time
gran almacenaje mínimo almacenaje
descualificación cualificación
integración vertical desintegración vertical
empresas globales distritos industriales

 

En general esta dualización parte de un doble supuesto: a) las potencialidades del fordismo están exhaustas, y b) las nuevas formas de organización del trabajo, representan una ruptura con la tradición de Taylor-Ford. Dado que sus principales apoyos son el modelo justo a tiempo japonés y la especialización flexible, dedicaremos los próximos apartados a su análisis. Como advertíamos en la introducción a este capítulo, en estas formas no sólo cambian las relaciones en el interior de la empresa, sino que la organización del trabajo se plantea cada vez más como relaciones interempresas.

 

El modelo «justo a tiempo»

- Antecedentes históricos

El espectacular desarrollo industrial de Japón desde los años cincuenta puso en evidencia tanto su poder de innovación en las industrias de alta tecnología como su capacidad de poner en vilo a los competidores de todo el mundo. No es casualidad que el estudio de este caso haya despertado tanto interés en sectores académicos, empresariales y gubernamentales y que, desde distintos ángulos, se trate de buscar explicaciones plausibles al llamado «milagro japonés». La posterior implantación de empresas japonesas en Occidente ha contribuido aún más a acrecentar el interés por sus métodos de organización, a tal punto que algunos, llevados por el entusiasmo, han llegado a ver la «japonización» como la alternativa posfordista del futuro.

Sin embargo, cabe advertir desde el comienzo que este interés ha tendido a confundir frecuentemente al todo con sus partes. En efecto, no puede hablarse del caso japonés como de un todo homogéneo. La verdadera innovación reside en la organización denominada «justo a tiempo» (de aquí en adelante j.a.t.), en inglés just in time, que inicia Toyota en 1948. En este sentido Wood advierte que es preciso distinguir entre la japonización y el toyotismo; la primera hace referencia a la evolución y difusión del estilo japonés en lo que concierne tanto a las relaciones de empleo como a las relaciones entre empresas, mientras que el segundo debe restringirse al método de dirección encarnado en el j.a.t. Esta distinción no sólo tiene la ventaja de diferenciar distintas formas de organización, sino que permite contrastar el modelo puro del j.a.t. con sus aplicaciones en la realidad. Por otra parte, de la indefinición de la llamada experiencia japonesa se puede concluir tanto que las sociedades occidentales necesitan unas relaciones menos antagónicas y más cooperativas entre trabajadores y empresarios, como confirmar la necesidad de restablecer la discrecionalidad de la dirección.

El desarrollo de un sistema como el j.a.t., con resultados tan espectaculares en términos de productividad y calidad, no fue espontáneo; siguiendo el documentado trabajo de Kenney y Florida, trataremos de encontrar algunas claves que nos permitan entender cómo se gestaron las particulares relaciones laborales que explican el éxito de este sistema. Después de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial se esta-bleció un acuerdo social entre el capital y el trabajo que permitió crear un nuevo régimen de relaciones industriales y la legalización de los sindicatos. En realidad, esta última medida era parte de un paquete democratizador im-puesto por las fuerzas de ocupación aliadas que, entre otras cosas, supuso la disolución de la policía secreta, la libertad de.los presos y la expulsión de los líderes del Gobierno y la industria más comprometidos con el régimen mili-tarista anterior. Durante la posguerra se produjo una intensa movilización obrera cuyo objetivo era el control de la producción. Ese objetivo se puso, efectivamente, en práctica cuando, durante las tomas de fábricas y la consi-guiente expulsión de los directivos, los trabajadores lograron mantener los niveles de producción, vender los productos y establecer redes de aprovisio-namiento, contando a veces con la cooperación de los gerentes de sección. En ese período los sindicatos de izquierdas apuntaban a lograr sindicatos de empresa muy amplios, que representaran a todos los trabajadores, con el objetivo de convertirlos en soviets. Dentro de este clima, donde se lograban convenios que garantizaban la posibilidad de crear consejos de fábrica, o se contemplaba el componente de necesidades diferenciales para cada trabaja-dor en la negociación salarial, expresado en términos como «de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad», el sindicalismo creció vertiginosamente: de una base cero en 1945, llegó a 6.700.000 afiliados en 1949, la mitad de la fuerza laboral.

A partir de 1950, y después de algunas derrotas significativas en una serie de huelgas, la federación empresarial y el Estado impulsaron conjunta-mente la implantación de sindicatos conservadores, restringidos a las em-presas, con lo que se logró neutralizar el radicalismo en el lugar de trabajo. Pero ni siquiera en estas circunstancias pudieron restaurarse las reglas de juego de la preguerra y hubo que ceder ante las demandas que surgieron de las luchas previas. Las dos concesiones fundamentales, y que definieron por muchas décadas las relaciones laborales de los trabajadores masculinos en las empresas más importantes, fueron: 1) garantía y seguridad en el empleo a largo plazo y 2) un único esquema de remuneración salarial, compues-to por a) salario base, b) antigüedad y c) mérito. Como es obvio, todo ello creó las condiciones para lograr la adhesión a la empresa, que se reforzó por medio de una estrategia consciente de formación para todos los niveles de la fuerza de trabajo. De esta forma, como señalan Kenney y Florida, muchas de las características del sistema japonés, que ahora se interpretan como control por parte de los empresarios, se plantearon inicialmente como demandas de los trabajadores, aunque luego se integraran en la lógica de la acumulación capitalista.

El esquema básico de ese contrato social se mantuvo prácticamente has-ta 1992, año en que comienzan a manifestarse los primeros síntomas de rece-sión. Empezaron a cambiar entonces prácticas altamente valoradas en la cul-tura empresarial japonesa, fundamentalmente en lo que hace a la vinculación casi vitalicia del trabajador con su centro de trabajo. Aunque las cifras de paro siguen siendo las más bajas de los países industrializados (alrededor del 2,3 por 100), se han puesto en práctica una serie de medidas como des-pidos, supresión de horas extras, jubilaciones anticipadas a los 45 ó 50 años, que contradicen el acuerdo consensuado durante casi medio Siglo.

El desarrollo de la industria japonesa resulta ininteligible si no se tiene en cuenta la intervención del Estado, especialmente en la orientación de la política de comercialización, crédito y estímulo al avance tecnológico, fundamentalmente a través del Ministerio de Comercio Internacional e In-dustria, conocido en sus siglas inglesas como MITI. La poderosa influencia del MITI durante las décadas de los cincuenta y sesenta en la política indus-trial, a través de otorgamiento de créditos preferenciales, licencias, medidas de protección frente a la competencia extranjera, exenciones fiscales, está unánimemente reconocida y, aunque el poder del MITI es mucho menor en la actualidad, su papel en la concertación de las políticas de investiga-ción y desarrollo (I+D) sigue siendo muy importante. Sin embargo, es ne-cesario señalar que, pese a que la inversión en I+D es una de las más altas del mundo, rondando el 3 por 100 del ingreso nacional, los fondos públi-cos representan menos de la cuarta parte del total, porque el grueso del gasto lo realiza la industria privada. Comparada esta situación con la de los países más avanzados, como Alemania, Estados Unidos, Francia e Ingla-terra, donde el sector público aporta la mitad o más del gasto en I+D, puede concluirse que la investigación constituye una dimensión muy impor-tante de la política empresarial, al menos en las grandes corporaciones. Si el número de patentes puede dar una idea del desarrollo tecnológico de un país, las siguientes cifras son suficientemente elocuentes: en 1966 los japo-neses obtuvieron 1. 122 patentes en los Estados Unidos, frente a 4.683 con-cedidas a los norteamericanos en Japón; en 1982 las respectivas cantidades eran 8.149 y 4. 101.

El interés prioritario en el análisis del desarrollo japonés se ha centrado fundamentalmente en el estrellato de las grandes corporaciones, pero de nin-guna manera debe subestimarse la importancia de las pequeñas empresas. En un libro que tiene el sugerente título de The Misunderstood Miracle (El milagro incomprendido), Derek Friedinan ofrece una interpretación muy in-teresante acerca del peso de este sector, en cuanto a su capacidad innovadora y flexibilidad organizacional. En ese sentido, rechaza las tesis del desarrollo dual, según las cuales las pequeñas empresas son poco modernas o depen-dientes en tecnología y capital, puesto que están sometidas a la subcontrata-ción de las grandes corporaciones y, en consecuencia, deben sobrevivir a fuerza de frecuentes despidos, salarios mucho más bajos y una mínima pro-moción interna. Ninguna de las dos primeras supuestas consecuencias se verifica empíricamente en su estudio y, en cuanto a la promoción ocupacio-nal, Friedman destaca que entre un 50 y un 70 por 100 de los trabajadores optan por instalarse por su cuenta luego de un período de entrenamiento. Esto se explica porque en las pequeñas empresas se preservan las viejas pau-tas de formación personal, muy próximas a la capacitación de los aprendices en los gremios medievales europeos, lo cual permite obtener una cualifica-ción igual o superior a la que puede ofrecer una gran empresa. Por otra parte, el Estado también jugó un papel importante en la modernización de la pe-queña empresa, a través de políticas de apoyo financiero y tecnológico espe-cialmene dirigidas a este sector. Entre otras medidas, cabe destacar la crea-ción de 180 centros locales de investigación que colaboran con las universidades e institutos técnicos cercanos para desarrollar nuevos productos y facilitar sudifusión entre las pequeñas empresas.

 

El sistema de producción «justo a tiempo»

 

La primera planta de Toyota se inauguró en 1938, pero su gran expan-sión tuvo lugar entre 1960 y 1980, período en que multiplicó cerca de cuatro veces el número de vehículos producidos por empleado. Se la considera la empresa más eficiente del sector automovilístico a nivel mundial y ello se debe en gran medida al sistema de producción j.a.t., asociado a las prácticas de control de calidad total que introdujo Ohno Taiichi en 1948.

Desde el punto de vista técnico, puede definirse como una organización en que todos los procesos están planificados para evitar el desperdicio de tiempo, materiales y costos. Supone: a) que los bienes se producen y distri-buyen justo a tiempo para ser vendidos, lo cual requiere atender minuciosa-mente las variaciones del mercado, b) el suministro justo a tiempo de los materiales o partes submontadas que se van a ensamblar en el producto final, con lo cual se reduce tanto el monto de capital necesario para la producción inmediata como el espacio destinado a almacenamiento, y c) la descentrali-zación de la producción a través de una configuración de empresas subsidia-rias, proveedores y subcontratistas que forman parte del complejo de pro-ducción tipo j.a.t.

Quizá el ejemplo paradigmático de estos complejos de producción es la denominada Ciudad Toyota. La empresa matriz tenía en 1980 10 empresas subisidiarias muy importantes, con un promedio de 6.500 empleados y 220 subcontratistas primarios, de los cuales el 80 por 100 estaba radicado dentro del complejo. Para ambos grupos trabajan cerca de 5.000 subcontratistas secundarios y aproximadamente 30.000 subcontratistas terciarios, que son empresas que tienen un promedio de 500 trabajadores. Los subcontratistas se seleccionan cuidadosamente en función de un proyecto a largo plazo y, al igual que los proveedores, están vinculados por redes de información y ayu-da mutua. Esta red incluye también a los distribuidores encargados de la comercialización, cuya vinculación se considera imprescindible, no sólo para evitar la acumulación de existencias, sino como una valiosa fuente de infor-mación acerca de la calidad y aceptación de los productos.

Una vez establecido, el sistema j.a.t. tiene un impacto que afecta a un espectro de empresas mucho más amplio que lo que podría deducirse a pri-mera vista. Las innovaciones tecnológicas y organizativas tienen efectos acu-mulativos que se extienden a la cadena y subcadenas de producción, pero también es preciso reconocer que se trata de un proceso que puede llegar a ser conflictivo, en la medida en que las decisiones más importantes residen en la gran corporación y los contratistas deben adaptarse en cuanto a ritmos y exigencias de calidad. En este sistema los proveedores deben verse como un tipo de fuerza de trabajo externa que se dirige de la misma forma que a los empleados que trabajan en la empresa central".

Pero el j.a.t. es mucho más que una organización técnicamente eficaz. Un sistema que está diseñado en torno al objetivo de la calidad total, o el «cero defectos», dificilmente puede materializarse sin la implicación de los agentes involucrados. El cuidado de los detalles, la prevención de errores, la detección de defectos, la experimentación continua, entre otros aspectos, requiere un compromiso por parte de los trabajadores que obviamente tras-ciende la relación salarial. El objetivo de mejoramiento continuo denominado kaizen es el principio articulador del j.a.t., principio que se ve potenciado por el trabajo cooperativo en los llamados círculos de calidad, donde se dis-cuten los problemas y se incentivan las sugerencias de los trabajadores. Ello es posible porque, por una parte, se trata de una fuerza de trabajo polivalen-te, con una alta cualificación y, por otra, las jerarquías están mucho más diluidas que en la organización fordista. En la práctica no existe una divi-sión marcada entre ingenieros y obreros, las diferencias salariales son pe-queñas y además los obreros cuentan con posibilidades de promoción a lar-go plazo .

 

La descripción hecha hasta aquí debería matizarse mucho, porque inclu-so en la industria del automóvil, que es en donde nació y se generalizó el j.a.t., las condiciones de trabajo no parecen ser tan idílicas como podría pen-sarse. En los últimos años aumentaron las dificultades para reclutar obreros, especialmente jóvenes. De acuerdo con los estudios realizados por la Fede-ración Nacional de Sindicatos de la Industria del Automóvil, en el año 1991 sólo un 4 por 100 de los trabajadores recomendarían a sus hijos trabajar en esta industria y las razones que aducen son los bajos salarlos en relación a la intensidad del trabajo, los sobretiempos, el trabajo nocturno, las dificultades para utilizar las vacaciones pagadas y los excesivos cambios de turno. Des-pués de décadas de asombroso crecimiento de la productividad, los trabaja-dores de esta industria demandan una mejora en la vida laboral, con reivindi-caciones tales como la disminución de las 2.300 horas anuales a 1.800, el acortamiento de los extenuantes cielos de producción y la reducción de la variabilidad de los modelos. En resumen, el planteamiento de los sindicatos es poco menos que una profunda revisión del j.a.t. No es casual que en 1991 Toyota inaugurara la planta Tahara, que se considera como una fábrica pilo-to para el desarrollo de un nuevo concepto de montaje, con un alto grado de automatización y flexibilidad. El lema <Fábrica amiga del trabajador» resu-me el propósito de un diseño destinado a mejorar las condiciones de trabajo, a tal punto que incluso se está revisando la filosofía del «almacenamiento nulo», ya que se considera que una cierta cantidad de desperdicio es inevita-ble si se quieren paliar los rigores del montaje".

Nissan y otras empresas parecen ir por el mismo camino emprendido por Toyota y, aunque todavía sería muy prematuro sacar conclusiones, re-sulta sorprendente que, mientras en Japón se comienza a revisar el modelo de producción j.a.t., en Occidente se pretenda universalizar su validez. El mayor apoyo en este sentido proviene del importante estudio del Massachussets Institute of Techriology dirigido por Womack, Jones y Roos, titulado La máquina que cambió el mundo, donde se predice que el sistema de gestión japonés, que ellos denominan producción ligera (lean production), constitu-ye la vía más eficiente de organización industrial, que seguramente suplan-tará al fordismo como sistema global en el siglo XXI. Esta afirmación parte del análisis de la eficacia de las empresas japonesas trasplantadas a los Esta-dos Unidos, que demuestra que la producción ligera puede ser exportable a un contexto sociocultural distinto del japonés, según las conclusiones del mencionado estudio
.
En realidad, este punto es muy controvertido y por el momento puede decirse que los estudios realizados, tanto en Europa como en los Estados Unidos, muestran resultados divergentes. Si se atiende a aspectos tales como el crecimiento de la productividad, trabajo en equipo y reducción de clasifi-caciones ocupacionales, las experiencias parecen mostrar un considerable grado de éxito, especialmente en el proyecto conjunto Toyota-General Motors denominado NUMMI, que es el caso más citado en la literatura sobre tras-plantes. Sin embargo, en lo que se refiere al impacto del régimen j.a.t. en la experiencia laboral de los trabajadores, las interpretaciones van desde una mayor satisfacción a la intensificación del control. En medio de esta contro-versia, los trabajados recientes de Stephen Wood y de Ruth Milkinan ponen de manifiesto que en un amplio sector de compañías trasplantadas la organi-zación del proceso productivo poco tiene que ver con el j.a.t., ya que más bien estas empresas asumen un tipo de dirección que está muy próximo al modelo americano vigente en cada sector, particularmente en lo referente a bajos salarios, empleo de mano de obra inmigrante y femenina, así como en la forma en que obstaculizan el desarrollo sindical.

 

 

La Teoría de la Especialización Flexible

¿Cómo salir de la crisis?

Antes de comenzar este tema conviene aclarar que en la literatura con-temporánea la idea de flexibilidad se aplica a un amplio espectro como el volumen de la producción, el empleo, los horarios, las tecnologías, la rela-ción salarial, la organización empresarial, las cualificaciones, etc. Por ello, la connotación de flexible no resulta inteligible a menos que se precise con-cretamente cuál es el referente empírico, el contexto teórico en que se lo analiza y, eventualmente, las consecuencias políticas que conlleva. Aquí vamos a restringirnos a una de las formulaciones teóricas más conocidas y debati-das, la teoría de la especialización flexible, cuyo estudio más representanti-vo es el libro La segunda ruptura industrial de Piore y Sabel.

La teoría parte de un diagnóstico claro: la actual crisis de los países capitalistas avanzados obedece fundamentalmente al agotamiento del mode-lo de desarrollo industrial que se asienta en la producción en serie. El pro-nóstico para el futuro es francamente pesimista, a menos que se opte por un macro-programa de reestructuración social que modifique a) el tipo de con-trol del mercado de trabajo que ejercen los sindicatos, b) los instrumentos de control macroeconómico desarrollados por el Estado del Bienestar, y c) las reglas del sistema monetario internacional que se establecieron después de la Segunda Guerra Mundial. Todas estas instituciones están desfasadas en la medida en que ya no consiguen ajustar de una manera viable la produc-ción y el consumo de bienes. Se trata de una crisis de regulación pero, a pesar del nombre, no coinciden con la escuela francesa, en cuanto conside-ran que el Estado no es el único agente equilibrador, ya que el sistema en su conjunto puede autorregularse.

Las vías posibles para relanzar el crecimiento son potencialmente con-tradictorias. Por una parte, la estrategia denominada keynesianismo interna-cional, cuya base productiva reside en la producción en serie. En la medida en que esta alternativa se enfrenta con el serio obstáculo de la saturación de los mercados de bienes duraderos, su viabilidad está sujeta a una serie de condiciones como el crecimiento de la demanda internacional, una mayor estabilidad del entorno empresarial y la nada fácil distribución de la capaci-dad productiva entre los países avanzados y los países de reciente industria-lización, mediante una refórmulación de las políticas del Fondo Monetario Internacional y del GATT. La otra vía, denominada la estrategia de la espe-cialización flexible, se basa en el resurgimiento de las formas artesanales de producción a través de redes de empresas que disponen de equipos flexibles y trabajadores cualificados y constituyen una comunidad industrial que sólo permite la competencia que favorece la innovación.

Cualquiera de las dos vías son posibles, ya que estamos viviendo incier-tos tiempos de ruptura industrial que, en definitiva, según Piore y Sabel, es el telón de fondo de las crisis de regulación. Las rupturas industriales «son los breves momentos en que está en cuestión el rumbo que tomará el desa-rrollo tecnológico», en los que las sociedades pueden elegir construir su fu-turo sobre una u otra alternativa. La primera ruptura tuvo lugar en el siglo XIX con la aparición de las tecnologías propias de la producción en serie, primero en Gran Bretaña y luego en Estados Unidos, que limitaron la expan-sión de otras tecnologías menos rígidas, encarnadas en los sistemas artesa-nales de producción que existían en algunas áreas de Europa occidental. La segunda ruptura es contemporánea, comienza con el estancamiento del siste-ma económico internacional en los años setenta y se continúa hasta nuestros días. Pese a la distancia en el tiempo, las opciones posibles en las dos ruptu-ras son las mismas: producción en masa o especialización flexible, las dos trayectorias tecnológicas que sirven de base para contrastar la realidad histó-rica y contemporánea.

La trayectoria de la producción en serie implica la búsqueda del creci-miento o de la innovación tecnológica a través del proceso de la división del trabajo, tal como lo describe Adam Smith en el famoso ejemplo de los alfileres, y cuyas características desde el punto de vista de las estructuras institucio-nales de la economía son: a) las economías de escala dentro de la empresa, b) la especialización de los recursos productivos, y c) el divorcio dentro de la producción entre la concepción y la ejecución. La trayectoria de la es-pecialización flexible se articula sobre principios opuestos: la cooperación, la calidad, la flexibilidad y la unidad entre diseño y ejecución. Aunque es mucho más dificil de visualizar, existen fuertes razones para creer que su dinamismo no es pasajero porque, por una parte, constituye una tendencia histórica que no ha desaparecido y, por otra, esta tendencia se ve hoy refor-zada porque la aplicación de los ordenadores a la industria favorece a los sistemas flexibles.

El escenario de la actual ruptura está construido sobre un supuesto cen-tral: el declive de la producción en masa que, según la teoría de la especiali-zación flexible, ya alcanzó los límites de su expansión, no sólo porque los mercados para la producción en serie están saturados, sino porque la deman-da está hoy mucho más fragmentada y cada vez se requieren más productos cuyo principal atractivo reside en la calidad antes que en las ventajas del bajo precio. Esta situación crea las condiciones para que se establezcan re-des de empresas dinámicas que puedan beneficiarse de las oportunidades que ofrecen las tecnologías flexibles para producir bienes adaptados al clien-te, creando así nichos de mercado diferenciados.


LA PROPIEDAD Y EL CONTROL DE LAS EMPRESAS

Las sociedades anónimas se difunden generalizan desde principios de siglo. En muchos casos suponen la práctica desaparición en las grandes empresas del propietario director. Se comienza a dar una separación entre la propiedad y el control de la empresa, con un cambio de la propiedad personal por la de los accionistas, así como el del director por la de los managers, gerentes o técnicos.

La sociedad anónima supone un propietario anónimo por múltiple y masivo, con la posibilidad de reunir enormes cifras de capital. Los propietarios individuales se ven formalmente suplantados por expertos que tienen el poder de decisión.

TEORÍAS MANAGERIALISTAS.

 

Según estas teorías se ha producido la separación de la propiedad y el control de las grandes empresas, con importantes consecuencias para el modo de producción capitalista, de alguna forma, concluyen en que el capitalismo clásico orientado por el ánimo de lucro ya no existe.

 

BERLE Y MEANS O LA SALVACIÓN DEL CAPITALISMO.

Para Berle y Means la rapacidad del beneficio queda sustituida en el capitalismo por una actitud benevolente orientada al servicio de la comunidad.

Para estos autores se ha producico un gran difusión de las sociedades anónimas con un retroceso importante de otras formas jurídicas de propiedad. Por otra parte, el poder de gobierno se ha sometido a concentración y la propiedad de las sociedades a una dispersión, lo cual contribuiría a un establecimiento más sólido del sistema.

Caracterizan como una especie de nuevo absolutismo la creación de imperios económicos por la concentración de poder económico separado de la propiedad. Para ellos parece clara la perdida de las características originales de la propiedad privada. Siguiendo sus argumentos, las compañías se convierten en tecnocracias neutrales con criterios de política pública, donde los managers desplazan la lealtad de los accionistas a la comunidad, de tal manera que podría hablarse de un capitalismo popular. En casi una figuración poética se trata a los managers como nuevos principes que salvan al capitalismo de sus viejos pecados.

Las críticas que reciben estos autores, son porque identifican a los managers con los miembros de los consejos de administración, no con directores profesionales. Por otra parte, hay una fuerte legitimación del sistema capitalista como el único posible caracterizando su evolución hacia una especie de gobierno de los sabios.

 

BURNHAM, O LA CONDENACIÓN DEL CAPITALISMO.

Para Burnham las instituciones e ideologías de la sociedad moderna capitalista se transforman a otras formas en la nueva estructura social, donde el nuevo grupo dominante son los managers.

El capitalismo y el socialismo se verían sustituidos por una nueva sociedad caracterizada por la propiedad estatal de los medios de producción, así como por la hegemonía de los managers.

Para Burnham el concepto de separación entre propiedad y control, no tiene sentido histórico sociológico, ya que la propiedad sin control y viceversa no existe, los que controlan serían los verdaderos propietarios, así como cuando la propiedad estatal cae en manos de los managers, el mismo estado pasa a ser propiedad suya.

Burnham tiene una visión antiburocrática, sobre todo en sus formas más reaccionarias (fascismos, stalinismo, etc.) concretada en una visión pesimista del mundo dominada por una poderosa nueva clase.

Las críticas que recibe son por la imprecisión a la hora de ubicar exactamante a los managers, así como su visión de un mundo de los poderosos integrado y sin conflictos bajo un poder dominante.

 

DAHRENDORF, O LA DESAPARICIÓN DEL CAPITALISMO.

Para este autor las clases han de ser definidas en terminos de relaciones de poder. Las clases y sus conflictos están presentes donde la autoridad se distribuye de forma desigual. Así mismo toda sociedad es de clases y las relaciones de autoridad determinan la forma de éstas y su conflicto.

Partiendo de estas premisas se plantea: ¿cómo ha desaparecido el conflicto entre propietarios y no propietarios de los medios de producción? La respuesta es mediante el proceso de separación de la propiedad y el control por la generalización de las sociedades anónimas. Alega que cuatro quintas partes del potencial económico de las sociedades desarrollados lo acaparan las sociedades anónimas.

Para Dahrendorf, esto supone una ruptura completa con la tradición capitalista, ya que los managers son totalmente diferentes a los capitalistas directores, de tal manera que las sociedades anónimas han disminuido las distancias entre la dirección profesional y los trabajadores, ha desterrado a los propietarios de la producción y ha eliminado la explotación.

 

GALBRAITH, O LA TRANSFORMACIÓN DEL CAPITALISMO (Y SU CONVERGENCIA CON EL SOCIALISMO)

En este caso se plantea una nueva situación con nuevas categorías, de tal manera que si se acepta la separación entre la propiedad y el control cabe preguntarse si los managers se ocupan de maximizar beneficios.

Para Galbraith el objetivo principal de los managers es el crecimiento de la empresa. Para él es fundamental la aparición del planning system, por el cual el poder de la economía moderna descansa cada vez más en las grandes organizaciones, y cada vez menos en la supuesta soberanía del consumidor y del ciudadano.

Coincide esta visión con la de una tecnoestructura de grandes empresas altamente racionalizadas y planificadas por expertos y cuyo común objetivo es el crecimiento indefinido.

 

TEORÍAS NO MANAGERIALISTAS.

Estas se caracterizan por la negativa a admitir la desaparición o mutación radical del capitalismo por la separación de propiedad y control.

 

BARAN Y SWEEZY, O LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL CAPITALISMO.

Para estos autores las teorías managerialistas suponen una manipulación ideológica que enmascara el capitalismo de la crítica marxista. Ellos reconocen que las sociedades anónimas están controladas por managers que se autoperpetuan pero que son el sector más activo y de mayor influencia de la clase propietaria y al mismo tiempo, ellos mismos son ricos propietarios.

Los managers por su posición estratégica son protectores y portavoces de la propiedad, suelen ser un eslabón entre los dirigentes de la clase propietaria. Sólo se generan conflictos con los pequeños accionistas por los dividendos. De alguna manera, la institucionalización del capitalismo a través de las sociedades anónimas, supone su consolidación.

Otras concepciones como la de Victor Perlo, nos hablan de la comunidad de intereses entre los magnates de la banca y la industria como una poderosa oligarquía con muchos vínculos comunes. Oligarquía que se reproduce y que sus dirigentes actuales son herederos de viejos magnates que poseen grandes paquetes de acciones nada dispersas. En este sentido la identidad de intereses entre directores profesionales y grandes accionistas abarca tanto a la industria como a la banca.

Hayek tiene una visión conservadora, en el sentido de que en un intento de limitación del poder de las sociedades anónimas, es necesario confinar su misión en manos de los managers, exclusivamente a la obtención beneficios del capital.

 

Finalmente y a modo de conclusiones, parece claro que no hay que exagerar las repecursiones de la separación de propiedad y control, y que los intereses de los managers están muy cercanos a los de los accionistas.