TERMINOLOGÍA

EL PAÍS

2/05/98


Terminología técnica del español: 150 años entre la nada y la esperanza
 
Por Emilio-Germán Muñiz Castro


 A lo largo de todo este año tendremos ocasión de celebrar, si alguien se interesa por ello, el ciento cincuenta aniversario de la prometedora decisión de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, de dedicar todos sus esfuerzos a componer un Diccionario de los términos técnicos usados en todas las ramas de las Ciencias que forman el objeto de las tareas de esta Corporación". Faltaban todavía 50 años para el desastre del 98, que sí se está celebrando por todo lo alto, y se planteaba un proyecto verdaderamente histórico, que representaba un hito de lucidez intelectual y de previsión de futuro en la trayectoria de la ciencia española. Una iniciativa lingüística que podría haber sentado las bases de la investigación terminológica española de este siglo, pero que no pasó del nivel de las buenas intenciones; como no pasaron otras, igualmente valiosas por su carácter globalizador que, sucesivamente, pretendieron tomar el relevo. Todas sucumbieron a las vicisitudes de toda índole por las que pasó la investigación española hasta nuestros días. Sólo salieron adelante meritorios proyectos parciales de grupos aislados de investigadores con más entusiasmo que recursos. Aunque no hubiera otro motivo a la vista, la efemérides y un merecido homenaje a los terminólogos justifican con creces asomarse a las páginas de los periódicos para hablar de la situación de la lengua española en general y del español científico y técnico en particular. A decir de los expertos, en un futuro no muy lejano el buen funcionamiento de las instituciones académicas encargadas de velar por el español no bastará ya, por sí solo, para garantizar la unidad de la lengua general en el ámbito hispanohablante. Los moderados recursos humanos y económicos de las academias de la lengua, del Instituto Cervantes y de otras eficientes instituciones hispanoamericanas menos conocidas del gran público, como el Instituto Caro y Cuervo de Colombia o el Colegio de México, por poner dos ejemplos, son insuficientes para hacer frente a la presión disgregadora que otras lenguas, especialmente el inglés, ejercen sobre los hablantes hispanos. La terminología científica y técnica del español, por su parte, librada a su suerte, sin academias, sin apenas centros de investigación, sin compilar todavía en su mayor parte y sin instituciones normalizadoras que se ocupen de ella, se parcela cada vez más, país por país, alejándose del horizonte deseado de la normalización. Una consecuencia palpable de esta nacionalización, de esta ausencia de normas generales para la traducción o adaptación de los nuevos términos, es la diversificación de los lenguajes especializados de los que se sirven para su propia comunicación los profesionales de las distintas disciplinas humanísticas, científicas y técnicas. Y esta diversificación hace que la comunicación resulte progresivamente menos eficaz y en consecuencia haya que recurrir con más frecuencia a la lingua franca de nuestros días, el inglés. En el campo de las ciencias aplicadas es donde más se nota la carencia de una terminología común para cada sector y lo más unificada posible, en todos los países de lengua española. Aunque suene desmesurado, no es difícil que dos especialistas cualesquiera de dos países cuya lengua materna sea el español acaben hablando en inglés sobre su especialidad en el ámbito de un congreso internacional. También es sabido que las multinacionales de la informática han optado en muchos casos por hacer traducciones diferentes de las instrucciones de sus programas para diferentes países hispanohablantes. Al igual que muchas empresas españolas que se ven obligadas a adaptar los manuales de funcionamiento de sus máquinas a la terminología de otros países de la América hispana. Tampoco resulta infrecuente, como pueden atestiguarlo los profesionales de la traducción, que los clientes extranjeros pidan traducciones técnicas al “español latinoamericano” o incluso al argentino o al colombiano, dando por sentado que se trata de terminologías diferentes. Esto, que ya es así en la actualidad, puede empeorar radicalmente en el plazo de un lustro con unas consecuencias difíciles de prever. Además, pone de manifiesto que sin normalización terminológica, sin unificación de los lenguajes especializados, no es concebible ni una comunidad científica iberoamericana, ni un adecuado desarrollo de las industrias de la lengua, ni siquiera una comunicación fluida entre los sectores comerciales e industriales de los países hispanohablantes. En el ámbito editorial, donde se han desentendido casi por completo, salvo honrosas excepciones, de la compilación y publicación de diccionarios especializados, también se empiezan a notar los primeros efectos negativos de esta ausencia de normalización terminológica. Por inexplicable que parezca a primera vista, la reducción de la exportación a los demás países de lengua española de los libros de texto y de consulta publicados en España se debe, en buena medida, a las diferencias terminológicas: los estudiantes de las disciplinas científicas y técnicas acaban prefiriendo los libros de texto en inglés. Y esto mismo ocurre con los textos universitarios publicados en cualquier otro país hispanoamericano. Eso sin contar el perjuicio que causa tanto a la industria editorial como a la investigación lexicográfica del español el hecho de que la mayoría de los diccionarios generales bilingües de todos los niveles se importen de los países de origen o sean editados en el ámbito hispanohablante mediante el pago de derechos. Hoy por hoy, el mundo de habla española representa en este aspecto un suculento mercado, casi sin competencia, para las editoriales de la Unión Europea. En cuanto a las industrias de la lengua, surgidas de la interacción de la informática y las lenguas naturales, y motor de su acelerada industrialización, cabe señalar que el español no se ha beneficiado todavía de esa explosión tecnológica y cultural. Sólo el inglés y, en mucha menor medida, el francés están realmente empeñados, junto con la poderosa industria editorial alemana, en esta carrera de fondo que determinará, a no muy largo plazo, cuáles van a ser las lenguas de transmisión del conocimiento en el siglo que viene y cuáles las de uso coloquial o literario, independientemente de su difusión territorial. Los datos de que se dispone y las proyecciones de futuro asignan la cabeza de la carrera al inglés, apuntan a una lenta desaparición del francés de los puestos de cabeza y no echan luz alguna, todavía, sobre el español. Nuestro idioma sigue avanzando en el mundo, situándose en la enseñanza por delante de otras lenguas como el francés y el alemán en las preferencias de los estudiantes de casi todos los países occidentales y de muchos países orientales, pero con todo, no avanza como sería deseable como lengua de los negocios, de la ciencia, de la técnica y de la cultura: su dominio lo ejerce en el terreno coloquial y corre el peligro de quedarse ahí por mucho que se amplíe el número de sus hablantes. De todos modos, son muchas las empresas privadas no españolas que tienen puestos sus ojos y sus capitales en las grandes posibilidades económicas que representan la industrialización y comercialización del español. Por lo que respecta a la economía y al comercio, y centrándonos básicamente en el nacimiento de los mercados regionales de América, cabe decir que estas iniciativas tan prometedoras pueden llegar a ser también un factor que favorezca la atomización de la terminología del español. MERCOSUR y el Tratado de Libre Comercio (TLC), acuerdos multilaterales establecidos entre países de lengua española y lengua portuguesa, en el caso del primero, y de lengua española y lengua inglesa y francesa, en el segundo, llevan en sí mismos el riesgo de que se oficialice en la América hispana la normalización de sendos corpus terminológicos del español no sólo diferentes de un futuro corpus peninsular, que no acaba de concretarse, sino también diferentes entre sí con lo cual podríamos acabar contando con tres fuentes oficiales de normalización del español científico y técnico en el ámbito hispanohablante por no haber puesto en marcha a tiempo una común. Como punto final, y para dejar abierta una puerta a la esperanza cuando se celebran los ciento cincuenta años del nacimiento de la terminología española, vaya una apelación a los gobiernos de los países “dueños” del español para que se decidan de una vez por todas a tomar el destino de su lengua totalmente en serio y se dispongan a obtener los beneficios culturales, científicos y económicos que se derivan de la pertenencia a un espacio cultural y lingüístico cuya unidad sigue siendo la baza principal. La situación actual, a pesar de las muchas recomendaciones que se han sucedido a lo largo de los años en los distintos países hispánicos, no permite albergar muchas esperanzas al respecto salvo que se produzca un vuelco en la percepción del problema por parte de los responsables políticos que son, a la postre, los que deciden las prioridades culturales y científicas. Mientras tanto, una buena parte de los beneficios de todo orden que deberíamos percibir por la explotación de nuestro patrimonio lingüístico irá a parar irremediablemente a manos de terceros países. Emilio Muñiz Castro Director del Centro Iberoamericano de Terminología (IBEROTERM) Ex-vicepresidente de la Federación Internacional de Traductores