A lo largo de todo este año
tendremos ocasión de celebrar, si alguien se interesa por ello, el ciento
cincuenta aniversario de la prometedora decisión de la Real Academia de
Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, de dedicar todos sus
esfuerzos a componer un Diccionario de los términos técnicos usados en
todas las ramas de las Ciencias que forman el objeto de las tareas de esta
Corporación". Faltaban todavía 50 años para el desastre del 98, que sí se
está celebrando por todo lo alto, y se planteaba un proyecto
verdaderamente histórico, que representaba un hito de lucidez intelectual
y de previsión de futuro en la trayectoria de la ciencia española. Una
iniciativa lingüística que podría haber sentado las bases de la
investigación terminológica española de este siglo, pero que no pasó del
nivel de las buenas intenciones; como no pasaron otras, igualmente
valiosas por su carácter globalizador que, sucesivamente, pretendieron
tomar el relevo. Todas sucumbieron a las vicisitudes de toda índole por
las que pasó la investigación española hasta nuestros días. Sólo salieron
adelante meritorios proyectos parciales de grupos aislados de
investigadores con más entusiasmo que recursos. Aunque no hubiera otro
motivo a la vista, la efemérides y un merecido homenaje a los terminólogos
justifican con creces asomarse a las páginas de los periódicos para hablar
de la situación de la lengua española en general y del español científico
y técnico en particular. A decir de los expertos, en un futuro no muy
lejano el buen funcionamiento de las instituciones académicas encargadas
de velar por el español no bastará ya, por sí solo, para garantizar la
unidad de la lengua general en el ámbito hispanohablante. Los moderados
recursos humanos y económicos de las academias de la lengua, del Instituto
Cervantes y de otras eficientes instituciones hispanoamericanas menos
conocidas del gran público, como el Instituto Caro y Cuervo de Colombia o
el Colegio de México, por poner dos ejemplos, son insuficientes para hacer
frente a la presión disgregadora que otras lenguas, especialmente el
inglés, ejercen sobre los hablantes hispanos. La terminología científica y
técnica del español, por su parte, librada a su suerte, sin academias, sin
apenas centros de investigación, sin compilar todavía en su mayor parte y
sin instituciones normalizadoras que se ocupen de ella, se parcela cada
vez más, país por país, alejándose del horizonte deseado de la
normalización. Una consecuencia palpable de esta nacionalización, de esta
ausencia de normas generales para la traducción o adaptación de los nuevos
términos, es la diversificación de los lenguajes especializados de los que
se sirven para su propia comunicación los profesionales de las distintas
disciplinas humanísticas, científicas y técnicas. Y esta diversificación
hace que la comunicación resulte progresivamente menos eficaz y en
consecuencia haya que recurrir con más frecuencia a la lingua franca de
nuestros días, el inglés. En el campo de las ciencias aplicadas es donde
más se nota la carencia de una terminología común para cada sector y lo
más unificada posible, en todos los países de lengua española. Aunque
suene desmesurado, no es difícil que dos especialistas cualesquiera de dos
países cuya lengua materna sea el español acaben hablando en inglés sobre
su especialidad en el ámbito de un congreso internacional. También es
sabido que las multinacionales de la informática han optado en muchos
casos por hacer traducciones diferentes de las instrucciones de sus
programas para diferentes países hispanohablantes. Al igual que muchas
empresas españolas que se ven obligadas a adaptar los manuales de
funcionamiento de sus máquinas a la terminología de otros países de la
América hispana. Tampoco resulta infrecuente, como pueden atestiguarlo los
profesionales de la traducción, que los clientes extranjeros pidan
traducciones técnicas al “español latinoamericano” o incluso al argentino
o al colombiano, dando por sentado que se trata de terminologías
diferentes. Esto, que ya es así en la actualidad, puede empeorar
radicalmente en el plazo de un lustro con unas consecuencias difíciles de
prever. Además, pone de manifiesto que sin normalización terminológica,
sin unificación de los lenguajes especializados, no es concebible ni una
comunidad científica iberoamericana, ni un adecuado desarrollo de las
industrias de la lengua, ni siquiera una comunicación fluida entre los
sectores comerciales e industriales de los países hispanohablantes. En el
ámbito editorial, donde se han desentendido casi por completo, salvo
honrosas excepciones, de la compilación y publicación de diccionarios
especializados, también se empiezan a notar los primeros efectos negativos
de esta ausencia de normalización terminológica. Por inexplicable que
parezca a primera vista, la reducción de la exportación a los demás países
de lengua española de los libros de texto y de consulta publicados en
España se debe, en buena medida, a las diferencias terminológicas: los
estudiantes de las disciplinas científicas y técnicas acaban prefiriendo
los libros de texto en inglés. Y esto mismo ocurre con los textos
universitarios publicados en cualquier otro país hispanoamericano. Eso sin
contar el perjuicio que causa tanto a la industria editorial como a la
investigación lexicográfica del español el hecho de que la mayoría de los
diccionarios generales bilingües de todos los niveles se importen de los
países de origen o sean editados en el ámbito hispanohablante mediante el
pago de derechos. Hoy por hoy, el mundo de habla española representa en
este aspecto un suculento mercado, casi sin competencia, para las
editoriales de la Unión Europea. En cuanto a las industrias de la lengua,
surgidas de la interacción de la informática y las lenguas naturales, y
motor de su acelerada industrialización, cabe señalar que el español no se
ha beneficiado todavía de esa explosión tecnológica y cultural. Sólo el
inglés y, en mucha menor medida, el francés están realmente empeñados,
junto con la poderosa industria editorial alemana, en esta carrera de
fondo que determinará, a no muy largo plazo, cuáles van a ser las lenguas
de transmisión del conocimiento en el siglo que viene y cuáles las de uso
coloquial o literario, independientemente de su difusión territorial. Los
datos de que se dispone y las proyecciones de futuro asignan la cabeza de
la carrera al inglés, apuntan a una lenta desaparición del francés de los
puestos de cabeza y no echan luz alguna, todavía, sobre el español.
Nuestro idioma sigue avanzando en el mundo, situándose en la enseñanza por
delante de otras lenguas como el francés y el alemán en las preferencias
de los estudiantes de casi todos los países occidentales y de muchos
países orientales, pero con todo, no avanza como sería deseable como
lengua de los negocios, de la ciencia, de la técnica y de la cultura: su
dominio lo ejerce en el terreno coloquial y corre el peligro de quedarse
ahí por mucho que se amplíe el número de sus hablantes. De todos modos,
son muchas las empresas privadas no españolas que tienen puestos sus ojos
y sus capitales en las grandes posibilidades económicas que representan la
industrialización y comercialización del español. Por lo que respecta a la
economía y al comercio, y centrándonos básicamente en el nacimiento de los
mercados regionales de América, cabe decir que estas iniciativas tan
prometedoras pueden llegar a ser también un factor que favorezca la
atomización de la terminología del español. MERCOSUR y el Tratado de Libre
Comercio (TLC), acuerdos multilaterales establecidos entre países de
lengua española y lengua portuguesa, en el caso del primero, y de lengua
española y lengua inglesa y francesa, en el segundo, llevan en sí mismos
el riesgo de que se oficialice en la América hispana la normalización de
sendos corpus terminológicos del español no sólo diferentes de un futuro
corpus peninsular, que no acaba de concretarse, sino también diferentes
entre sí con lo cual podríamos acabar contando con tres fuentes oficiales
de normalización del español científico y técnico en el ámbito
hispanohablante por no haber puesto en marcha a tiempo una común. Como
punto final, y para dejar abierta una puerta a la esperanza cuando se
celebran los ciento cincuenta años del nacimiento de la terminología
española, vaya una apelación a los gobiernos de los países “dueños” del
español para que se decidan de una vez por todas a tomar el destino de su
lengua totalmente en serio y se dispongan a obtener los beneficios
culturales, científicos y económicos que se derivan de la pertenencia a un
espacio cultural y lingüístico cuya unidad sigue siendo la baza principal.
La situación actual, a pesar de las muchas recomendaciones que se han
sucedido a lo largo de los años en los distintos países hispánicos, no
permite albergar muchas esperanzas al respecto salvo que se produzca un
vuelco en la percepción del problema por parte de los responsables
políticos que son, a la postre, los que deciden las prioridades culturales
y científicas. Mientras tanto, una buena parte de los beneficios de todo
orden que deberíamos percibir por la explotación de nuestro patrimonio
lingüístico irá a parar irremediablemente a manos de terceros países.
Emilio Muñiz Castro Director del Centro Iberoamericano de Terminología
(IBEROTERM) Ex-vicepresidente de la Federación Internacional de
Traductores
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