La Academia Española ha convertido en éxito
editorial su prontuario ortográfico. Una hábil campaña de imagen y la
colaboración de algunos medios han implementado el interés que estas
cuestiones deben suscitar en los habitantes cultos. Tengo delante de mí
el modesto folleto que en 1974 imprimió, conteniendo sustancialmente las
mismas normas que ahora, pero a mil leguas de su elegante diseño y con un
mayor y didáctico desarrollo de las cuestiones más problemáticas y una
adecuada modernización. Que yo sepa, es la primera vez que se edita la
Ortografía con la explícita concurrencia de las restantes academias
asociadas. No supone el librito un gran salto respecto a las Nuevas normas
de 1959, pero incorpora algunos elementos de interés. Así, por ejemplo,
en los monosílabos fie, guion, hui, Sion, etcétera, que en consonancia
con planteamientos anteriores son tratados como palabras carentes de
diptongo, aunque la Academia admite la acentuación bisílaba anterior.
Algo similar sucede con las formas verbales compuestas del tipo de
acabose, marchose, mantente, etcétera, que pueden ya escribirse sin
acento, aunque se acepte la norma anterior (acabóse, etcétera). La
Academia se muestra igualmente abierta con la acentuación en los
pronombres demostrativos (este, ese, aquel). Y aquí hemos de reconocer
que muy pocos han seguido a la Academia en sus criterios de solamente
tildar los demostrativos en caso de ambigüedad, que es lo más razonable,
y así lo ha hecho ella en sus publicaciones. Igual sucede con la
duplicidad del adjetivo y del adverbio solo, donde la Academia admite la
acentuación del adverbio en consonancia con la subjetividad del hablante,
si éste percibe ambigüedad. El hablante es conservador por naturaleza,
y, en este sentido, abunda el sustancioso prólogo, que recuerda la
posición progresista de las primeras decisiones de la institución hasta
mediados del siglo XIX, cuando debió intervenir, con la sanción oficial,
para poner término al caos que comenzaba a producirse. Esta circunstancia
determinó una posición conservadora, que no era la habitual hasta
entonces, pues la Academia había establecido puntos de vista en algunas
cuestiones concordantes con los de Andrés Bello, el gran gramático, que
consiguió establecer sus normas, mucho más avanzadas, en Chile y en
otros lugares de la América Latina, hasta que en 1927 se dio por
concluido el cisma. Cuando hace un par de años lanzó Gabriel García
Márquez su heterodoxo y jocundo discurso contra la ortografía
conservadora, no hablaba en el vacío, ni incurría en la mera boutade,
como creyeron algunos. Pues esa reforma ortográfica espera al español,
antes o después. Uno no cree que su prodigiosa unidad se base en la
ortografía solamente; la cultura agraria y, como tal, arcaizante, en la
que viven muchos millones de hispanohablantes, es responsable, al menos en
igual medida, de la cohesión idiomática. Con cerca de cuatrocientos
millones de hablantes, grandes bolsas de analfabetismo y la expectativa de
una inevitable industrialización en esas áreas agrarias, la
simplificación ortográfica será un arma decisiva a favor de una lengua
que carece hoy, y es casi seguro que seguirá careciendo mañana, de la
hegemonía política y comercial que sustenta a la lengua inglesa, mucho
más fragmentada hoy que la española. Para ir haciendo camino, no es
mucho pedir que vayan proponiéndose, al menos como medidas facultativas,
el uso de la jota para el sonido velar y sordo (*jenio, no genio, *jirar,
no girar, como hereje y cajita) y la ese para la equis en palabras como
esquisito, escavar, esterior. En suma, algunas de las innovaciones que
introdujo en sus libros Juan Ramón Jiménez, muy latinoamericano en sus
posiciones y felizmente citado en el prólogo. |