Hay tonterías que gustan mucho, y que distraen del desconsuelo a
que conduce el eclipse veraniego de radios y televisiones; porque entre
sus gobernantes se ha implantado la idea de que el estío del calendario
conduce a la sequía de los cerebros, y de que seremos incapaces de
absorber la carga mental con que nos ponen a prueba durante la temporada.
¿Quién, con este calor -deben de pensar-, podría celebrar como merece
el humor de esos dos cómicos que, vestidos casi siempre de mujeres con
moño y presunto olor a chotuno, fluye desde TVE apenas asoma el otoño?
Por sólo poner un ejemplo, si bien desgarrador, de las carencias
culturales a que nuestros audiovisuales -puesto que los pagamos- nos
someten siempre en este par de meses. Por fortuna, el lenguaje no deja de
peregrinar por las ondas, y de hacer estación -nunca de penitencia- en
los medios escritos. Entre las cosas más entretenidas figuran los
tópicos; así, ahora que millones de ciudadanos huyen por las carreteras
a lugares de donde pronto querrán huir, se dice que marchan a gozar de
unas bien merecidas vacaciones. Ya hace años me fijé en esta sandez,
pero ahí sigue, sin que a sus usuarios se les haya pasado por la cabeza
que a más de uno de esos fugitivos habría que obligarles a dar algún
golpe (o un palo al agua, como ahora se dice donosamente). Otro apreciado
tópico, pero más moderno, es eso de hacer los deberes: 'Nosotros hemos
hecho ya los deberes -dice un contertulio radiofónico, despidiéndose
hasta septiembre- y podemos tomarnos unas merecidas vacaciones'. El tal
quiere decir que ya ha hecho cuanto tenía que hacer, y se siente tan
satisfecho de sí como un tierno niño o una tierna niña cuando llegan
las diez de la noche y cierra el cuaderno de las divisiones y los
morfemas. Pocas cosas hay más útiles que los tópicos: dan la idea
acuñada, sin haber hecho el esfuerzo de troquelarla; circula como la
buena moneda (es decir, el euro) que no va de mano en mano, porque 'to' er
mundo se la quea'. Nada más desgarrador que la avaricia de una enorme
masa de hablantes para apropiarse de lo mostrenco, que, tal vez, tuvo
gracia u originalidad en el momento de su invención. Después, repetido
como una señal de modernidad, es sólo una ortopedia que ahorra el
esfuerzo de hablar por cuenta propia. Hay, incluso, alguna trivialidad de
este tipo que ha sido elevada al altar de la ley, como ya vimos en la de
Enjuiciamiento Civil, que salta de un párrafo a otro con la liana en otro
orden de cosas. Algunos de estos inventos sustitutivos que absuelven del
esfuerzo de buscar y de hallar tienen gracia originaria; así, fue buena
la decisión que se tomó en francés, alrededor del año 1959, de crear
una metáfora extrayéndola del semáforo: donner le feu vert o feu rouge,
para significar que algo ha sido autorizado o denegado, y que puede
continuar o debe detenerse. En español se adoptó el término semáforo a
mediados del siglo XIX, con sólo su inicial significado de señal
marítima, común en las restantes lenguas europeas, pero, en su acepción
de 'señal luminosa para regular el tráfico', no entró, como es lógico
hasta la instalación de estos torturantes aparatos, cuyo nombre no
registra la Academia hasta 1971. Sin embargo, nuestros oteadores dieron
pronto con la locución francesa, y dar luz verde o dar luz roja pasó,
vía medios de comunicación, a un estrato de lengua semiculto; es poco
probable que uno de nuestros pequeños y sufridos ganaderos diga que el
Gobierno va a dar pronto luz verde al vacuno, pero es seguro que sí lo
dirá un subsecretario, si no un ministro. Y que lo endilgarán a sus
medios respectivos los dóciles asiduos a sus ruedas de prensa. He
recordado algunas veces la maravillosa respuesta del último rey
portugués, Manuel II, cuando, habiendo preguntado el nombre del embajador
hispano que había de recibir aquella mañana, el pudoroso ayuda de
cámara no se atrevía decírselo. Por fin, ante la insistencia del
monarca, acaba cediendo: 'No sé si debo, Majestad, pero se llama Raúl
Porras y Porras'. Estos sustantivos nombran en portugués lo que cabe
imaginar. El Rey, con una mueca de elegante contrariedad, se limitó a
comentar: 'O que chateia (lo que molesta) é a insistència'. Eso es lo
que ocurre con el tópico en la expresión. Considero, sin embargo,
minúsculas bagatelas las trampas expresivas mencionadas en comparación
con la tremenda memez que suele ponerse como remate o epifonema a la
información de algo que, de seguro, va a suscitar controversia. Por
ejemplo, que el Príncipe quiere casarse con una señorita de sangre roja;
un prohombre ha dicho que le parece mal, que la novia debería ser de prez
y de casta; una diputada le ha saltado al cuello alegando que las cosas
del corazón no se deciden con análisis genealógicos. El asunto es
grave: ¿se debe acudir a la hemostasia sentimental para detener la
hemorragia?, o ¿debe permitirse que el flujo amoroso corra y mane a ojos
vistas? Y el informador remata el relato diciendo sentenciosamente: La
polémica está servida, igual que anunciaría un mayordomo la cena. Da lo
mismo un asunto u otro; en cualquier caso, y siempre que el hecho produzca
diversidad de opiniones; la polémica estará servida. En quienes se
expresan así, no cabe mayor resignación del orgullo de ser ellos mismos.
Entre tanto, una vieja palabra nuestra se ha visto enriquecida con un
ensanchamiento que, en mi opinión, mejora notablemente nuestra visión
del mundo. Desde hace pocos años, los jugadores y los toreros aseguran en
sus declaraciones que disfrutan mucho en el estadio o en la plaza.
Desaparece así de nuestra compasión la inquietud que causaba verlos
afanados en quedar bien y en no arriesgar tibia o femoral: ya sabemos que
están disfrutando a fondo, y no podemos hacer otra cosa que envidiarlos
por lo bien que lo pasan. No es que disfrutar sea un dislate: desde el
siglo XVIII, además de recoger el fruto, significa 'gozar'. Pero no
parece que el disfrute sea compatible con el temor a errar, siempre
presente en esos oficios. Quien lo hace bien puede sentirse electrizado,
dueño del mundo, poseedor de una fuerza casi erótica; pero el
Diccionario académico, normalmente tan sensato, da a disfrutar el
significado de 'sentir placer, experimentar suaves y gratas emociones'. Es
impensable que esto ocurra a un as del volapié o de la chilena. Seguro
que un entrenador antiguo no sacaba el equipo al campo a que experimentara
emociones suaves y gratas. Ni que al torero, cuando sale a recoger el toro
le dijera a un peón, con la gravedad que impone la montera calada hasta
las cejas: '¡Que lo disfrute, maestro!'. Ahora sí; y hasta es posible
que el público, si no disfruta, mande a unos y otros a la porra de antes.
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