MARCOS MARÍN, Francisco: La lucha por la vida de las lenguas neolatinas, ABC
ESPAÑOL Y PORTUGUÉS EN EL SIGLO XXI
La Lucha por la vida de las lenguas neolatinas
Francisco A. Marcos Marín
Solo el «yo estaba antes» justifica que ahora el término español se reserve para una de las lenguas de España, el castellano. En el Mediterráneo medieval la «lengua espanyola» era el catalán. No sólo Camões sabía perfectamente que el español es de todos. Claro que, en el proceso de apropiación, perdió la hache.
La acelerada evolución de finales del siglo XX ha acercado a España y Portugal, Argentina y Brasil más de lo que lo había hecho toda la historia anterior (y no sólo a estos países simbólicos de relaciones difíciles). Para quien llega al aeropuerto de la Reina del Plata los letreros en portugués son un testimonio patente de ese cambio de actitud y de conveniencias, todavía más teóricas que efectivas y más unidireccionales que biunívocas, pero indiscutibles en su realidad. Sigue siendo cierto que el español pesa en el mundo lusohablante mucho más que a la inversa; no obstante, lo portugués se hace cada día lingüísticamente más patente.
La euforia, desmedida, sobre el español, parece estar contagiando últimamente a sus vecinos lingüísticos. Es bueno no tener miedo y saber que la suma de las dos lenguas ibéricas mayores significa ser, realmente, la más extensa y más homogénea dimensión lingüística del planeta. Mas un moderado realismo debe bastar para apreciar que una dimensión extensiva no es suficiente y que será preciso desarrollar una política efectiva de consolidación del espacio iberorrománico, que sólo será eficaz si se convierte en un espacio realmente latino.
La realidad lingüística inicial del siglo XXI es implacable y no deja lugar a discusiones: hay una lengua general o común (conviene olvidar cuanto antes el error terminológico de lingua franca, que es otra cosa, por favor). Esa lengua general, sin objeción posible, es el inglés internacional, no un inglés nacional o local, por cierto. Junto a esa lengua general, unificadora y disgregadora, porque hace que las variedades nacionales del inglés arrastren problemas serios de identidad, asistimos, más o menos conscientes, a la tenaz lucha por la supervivencia de las demás lenguas. Lo terrible es saber que miles de ellas perecerán en la batalla, para la cual las lenguas neolatinas están bien pertrechadas, aunque de modo desigual.
Mientras que el francés se ha dotado de mecanismos sólidos y eficaces, que no pone en peligro por defender la causa de patois más o menos pegujaleros, el italiano asiste, en su propio territorio, a la implantación de la diglosia científica: para los niveles superiores de transmisión de conocimientos se usa el inglés; para la divulgación, las humanidades y las ciencias sociales, el italiano basta, erosionado por la tradicional presencia del francés y la creciente del español. El catalán por su parte, se ha preparado unas bien cavadas trincheras de supervivencia, cuya capacidad sólo el tiempo permitirá comprobar.
Por duro y arriesgado que resulte decirlo, hoy por hoy, sólo el castellano, el francés y el portugués, entre las lenguas románicas, tienen claras posibilidades de supervivencia. Dos de ellas, español y portugués, sólo lo harán como lenguas americanas, con una cabeza de puente en Europa. Claro que, en cuestiones lingüísticas, predecir es equivocarse: hace 2.500 años el latín no podía ni soñar en competir con el egipcio o el griego, y aquí estamos.
Lo que sí se sabe es que las iniciativas de desarrollo y consolidación de las lenguas hijas de Roma deben presentarse como más abiertas y separadas de la acción gubernamental que las experiencias vinculadas a ella, cual ha sido el caso de Unión Latina (a la que se añadía el remoquete de «al servicio de Francia»). Cuando muchos piensan que no debe haber Francia, o España, sino Europa, lo correcto es buscar ya la acción común complementaria.
Los meses transcurridos de 2001, lamentablemente, no han sido un modelo de coordinación para el español. Donde se proponía una sola institución orientadora, han aparecido hasta cuatro, sembrando la desorientación en el momento menos adecuado y creando, lo que es peor, una mala imagen en la comunidad científica, representada, por ejemplo, por los becarios.
Ni Seattle ni Génova parecen haber enseñado todavía a los políticos la enorme importancia estratégica de Internet, especialmente entre los estudiosos e investigadores, todos conectados. Los movimientos de opinión se producen con celeridad inusitada y el momento dulce hoy del español y el portugués puede pasar en un tiempo breve y dejar el camino expedito a otras soluciones lingüísticas. Algo especialmente grave en unos tiempos en los que el dinero está en la comunicación y esa es, precisamente, la principal función social de las lenguas.
Francisco A. Marcos Marín es catedrático de Lingüística de la Universidad Autónoma de Madrid.