SALVADOR, Gregorio: Nuestra lengua escrita de cada día, ABC, 8-octubre-1999

ABC

8/10/99


Nuestra lengua escrita de cada día
 
Por Gregorio Salvador


  Por Gregorio Salvador, de la Real Academia Española. La periodista que me entrevista en Lima, donde he acudido a una reunión de las Academias de la Lengua del Cono Sur, me pregunta finalmente: «¿No cree usted que en la prensa maltratamos el idioma, que lo simplificamos y degradamos, que aceptamos extranjerismos, que consagramos vulgarismos y errores?» Es sustancialmente lo mismo que me preguntaba pocos meses antes, en Puebla, un colega suyo mexicano, o hace dos años aquella otra entrevistadora chilena, en Santiago, o hace tres aquel reportero uruguayo, en Montevideo, y tantas y tantas veces los periodistas españoles que vienen a indagar sobre lo que hacemos en la Academia o sobre el porvenir del español. Les digo a todos que no, que si consideramos lo que puede haber de positivo en la prosa periodística actual y las caídas y errores lingüísticos que a veces se detectan en ella, ofrece mucho más relieve lo primero, es decir, lo valioso, y los fallos no dejan de ser anecdóticos, tropiezos o desvíos concretos, «puntuales» que escribirían ellos, con un anglicismo semántico que se les suele afear. Porque lo que ocurre es que los puristas irritables, que censuran desde la misma prensa las impropiedades e incorrecciones idiomáticas, utilizan casi en exclusiva para ejemplificarlas los casos hallados en sus lecturas periodísticas o escuchados en la cháchara radiofónica o televisiva, y eso puede hacer creer que tal espigueo constituye la única cosecha posible, aunque tales infracciones y deslices sean muchas veces meros yerros personales y porcentualmente muy poca cosa en el conjunto de los textos considerados. Pero el hecho ha bastado para suscitar en la conciencia periodística un cierto sentimiento de culpabilidad que se refleja en esa pregunta inevitable de los que vienen a interrogarnos sobre la salud de la lengua a académicos, escritores y gramáticos, con la insistente preocupación de si los medios, en el vértigo de sus urgencias informativas, no contribuyen a empobrecer o a desvirtuar el idioma. Más bien lo contrario, les aclaro. Porque a mi juicio los medios de comunicación contribuyen a favorecer la cohesión de la lengua y no a propiciar su disgregación, lo que es fundamental. Pero es que además creo que en las páginas de los periódicos de España y América puede leerse la mejor prosa castellana que hoy se produce y que en ellos colaboran y se hacen accesibles a públicos muy amplios los más celebrados escritores de acá y de allá. Los grandes diarios de las grandes ciudades del mundo hispánico: «La Prensa» o «La Nación» de Buenos Aires, «Excelsior» o «El Universal» de México, «El Mercurio» de Santiago de Chile, «El Comercio» de Lima, «El País» de Montevideo, «El Tiempo» de Santafé de Bogotá, incluso el más moderno «Nuevo Herald» de Miami, por supuesto los españoles, este en el que escribo, «El País», «El Mundo», «La Vanguardia», «El Correo», «El Norte de Castilla» y tantos más, han acogido siempre las mejores firmas literarias del momento y han hecho habituales y cotidianos para el gran público los nombres de nuestros mayores escritores, ya desde fines del siglo pasado: Unamuno, Azorín, Ortega, D'Ors, Madariaga, Pérez de Ayala, Fernández Flórez, Bergamín, Marañón, Alfonso Reyes, Henríquez Ureña, Borges, Vasconcelos, Octavio Paz, Julio Cortázar, una lista inacabable. Uno puede levantarse un día cualquiera en cualquier ciudad de la América hispanohablante y encontrarse en la prensa local con un artículo de Julián Marías, de Laín Entralgo, de Francisco Ayala, de Cela, de Delibes, y aquí, en España, podemos disfrutar, con asiduidad, de la prosa de García Márquez, de Vargas Llosa, de Uslar Pietri, de Bryce Echenique, de Abel Posse, de Mario Benedetti, de Isabel Allende, de tantos más. La prensa hispánica proclama cada día, desde sus propias páginas, la esencial unidad de la literatura escrita en español y nos ofrece un ideal de lengua compartida y los mayores grados de excelencia en sus niveles de uso. Y no tan sólo desde las colaboraciones de esos escritores egregios; el columnismo periodístico ha ido adquiriendo con el tiempo un elevado pulso literario, un virtuosismo ejemplar. No cito nombres porque están en el ánimo de todos y porque cada lector tendrá sus preferencias, pero son docenas en España y en América los columnistas que logran cada jornada, en un espacio medido, ni línea más ni línea menos, trascender la actualidad en un brillante ejercicio literario en el que no se sabe qué admirar más: si la agudeza o el ingenio, si el razonamiento o el arte, si el sentimiento o la ironía. La columna diaria se ha convertido en un estricto y esplendoroso género literario en el que muchos periodistas acaban confirmando su condición esencial de escritores. El trasiego, cada vez más frecuente, de la literatura al periodismo y del periodismo a la literatura está resultando beneficioso para ambas actividades y, de un modo general, para la calidad y la claridad de la lengua escrita. Los periódicos se suelen escribir bien y este es un hecho que conviene afirmar. No se maltrata en ellos el idioma, como afirman bastantes lectores cascarrabias o algunos dómines de ocasión, salvo en cuestiones muy concretas y muchas veces discutibles. Lo excepcional, en el ámbito de nuestra lengua, es leer un periódico mal escrito, que también los habrá, supongo, localizados y de escasa difusión. Lo normal es el periódico bien redactado, en un lenguaje directo y transparente, cuidado y eficaz, con el goce estético añadido, para un determinado lector, de algún artículo de garantía o de tal acreditada columna que nunca defrauda. Pero es que además, algunas veces, ese artículo o esa columna de los que tratan es de los vicios del lenguaje, de incorrecciones o impropiedades habituales que intentan erradicar. Basten un par de ejemplos señeros. La exitosa obra de Fernando Lázaro Carreter, «El dardo en la palabra», no es más que la recopilación de sus numerosos artículos sobre usos lingüísticos publicados en la prensa durante bastantes años; y al otro lado del mar, quien hojee cada viernes «El Sol» de Lima se encontrará con una famosa columna, «Dice Martha Hildebrandt», desde la que esta conocida lingüista, catedrática universitaria, diputada, secretaria de la Academia Peruana de la Lengua, instruye a sus conciudadanos sobre cuestiones idiomáticas, con sabiduría, con galanura y con autoridad. Muchos otros articulistas y muchos otros columnistas que han participado o participan en esa lucha interminable por el buen decir le vendrán, supongo, a la memoria a quien esto lea. Son legión, en España y en América. Y los periódicos les han cedido tribuna, sin reservas, para que denuncien, a veces, los propios vicios idiomáticos en que sus páginas incurren. El celo por el buen uso de la lengua y la solicitud que ha puesto en ellos han sido una constante en el periodismo hispánico y eso ha dado lugar, en estos últimos tiempos de novedades y contradicciones, a que muchos diarios hayan elaborado sus manuales de estilo para establecer criterios y facilitar la tarea de sus redactores. Y el «Manual de español urgente» de la Agencia EFE, que sirve la información primordialmente a la prensa escrita en español, se ha convertido en indispensable obra de consulta de muchas redacciones. De todas estas cosas le estuve hablando a mi gentil entrevistadora limeña. Nuestra lengua escrita de cada día, la que nos llega a cada uno en nuestro diario mañanero, en Madrid, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en Santafé de Bogotá, en Caracas, en Ciudad de México, en San Juan de Puerto Rico, en cualquier ciudad o población del ancho mundo de habla española, es una lengua unitaria en su norma común, la lengua de todos nosotros, los hispanohablantes, aunque en cada lugar se nos ofrezca con sabores propios, con aromas particulares, como el pan o el café del desayuno que la acompaña.