Por Gregorio Salvador, de la Real Academia Española. La periodista
que me entrevista en Lima, donde he acudido a una reunión de las
Academias de la Lengua del Cono Sur, me pregunta finalmente: «¿No cree
usted que en la prensa maltratamos el idioma, que lo simplificamos y
degradamos, que aceptamos extranjerismos, que consagramos vulgarismos y
errores?» Es sustancialmente lo mismo que me preguntaba pocos meses
antes, en Puebla, un colega suyo mexicano, o hace dos años aquella otra
entrevistadora chilena, en Santiago, o hace tres aquel reportero uruguayo,
en Montevideo, y tantas y tantas veces los periodistas españoles que
vienen a indagar sobre lo que hacemos en la Academia o sobre el porvenir
del español. Les digo a todos que no, que si consideramos lo que puede
haber de positivo en la prosa periodística actual y las caídas y errores
lingüísticos que a veces se detectan en ella, ofrece mucho más relieve
lo primero, es decir, lo valioso, y los fallos no dejan de ser
anecdóticos, tropiezos o desvíos concretos, «puntuales» que
escribirían ellos, con un anglicismo semántico que se les suele afear.
Porque lo que ocurre es que los puristas irritables, que censuran desde la
misma prensa las impropiedades e incorrecciones idiomáticas, utilizan
casi en exclusiva para ejemplificarlas los casos hallados en sus lecturas
periodísticas o escuchados en la cháchara radiofónica o televisiva, y
eso puede hacer creer que tal espigueo constituye la única cosecha
posible, aunque tales infracciones y deslices sean muchas veces meros
yerros personales y porcentualmente muy poca cosa en el conjunto de los
textos considerados. Pero el hecho ha bastado para suscitar en la
conciencia periodística un cierto sentimiento de culpabilidad que se
refleja en esa pregunta inevitable de los que vienen a interrogarnos sobre
la salud de la lengua a académicos, escritores y gramáticos, con la
insistente preocupación de si los medios, en el vértigo de sus urgencias
informativas, no contribuyen a empobrecer o a desvirtuar el idioma. Más
bien lo contrario, les aclaro. Porque a mi juicio los medios de
comunicación contribuyen a favorecer la cohesión de la lengua y no a
propiciar su disgregación, lo que es fundamental. Pero es que además
creo que en las páginas de los periódicos de España y América puede
leerse la mejor prosa castellana que hoy se produce y que en ellos
colaboran y se hacen accesibles a públicos muy amplios los más
celebrados escritores de acá y de allá. Los grandes diarios de las
grandes ciudades del mundo hispánico: «La Prensa» o «La Nación» de
Buenos Aires, «Excelsior» o «El Universal» de México, «El Mercurio»
de Santiago de Chile, «El Comercio» de Lima, «El País» de Montevideo,
«El Tiempo» de Santafé de Bogotá, incluso el más moderno «Nuevo
Herald» de Miami, por supuesto los españoles, este en el que escribo,
«El País», «El Mundo», «La Vanguardia», «El Correo», «El Norte
de Castilla» y tantos más, han acogido siempre las mejores firmas
literarias del momento y han hecho habituales y cotidianos para el gran
público los nombres de nuestros mayores escritores, ya desde fines del
siglo pasado: Unamuno, Azorín, Ortega, D'Ors, Madariaga, Pérez de Ayala,
Fernández Flórez, Bergamín, Marañón, Alfonso Reyes, Henríquez
Ureña, Borges, Vasconcelos, Octavio Paz, Julio Cortázar, una lista
inacabable. Uno puede levantarse un día cualquiera en cualquier ciudad de
la América hispanohablante y encontrarse en la prensa local con un
artículo de Julián Marías, de Laín Entralgo, de Francisco Ayala, de
Cela, de Delibes, y aquí, en España, podemos disfrutar, con asiduidad,
de la prosa de García Márquez, de Vargas Llosa, de Uslar Pietri, de
Bryce Echenique, de Abel Posse, de Mario Benedetti, de Isabel Allende, de
tantos más. La prensa hispánica proclama cada día, desde sus propias
páginas, la esencial unidad de la literatura escrita en español y nos
ofrece un ideal de lengua compartida y los mayores grados de excelencia en
sus niveles de uso. Y no tan sólo desde las colaboraciones de esos
escritores egregios; el columnismo periodístico ha ido adquiriendo con el
tiempo un elevado pulso literario, un virtuosismo ejemplar. No cito
nombres porque están en el ánimo de todos y porque cada lector tendrá
sus preferencias, pero son docenas en España y en América los
columnistas que logran cada jornada, en un espacio medido, ni línea más
ni línea menos, trascender la actualidad en un brillante ejercicio
literario en el que no se sabe qué admirar más: si la agudeza o el
ingenio, si el razonamiento o el arte, si el sentimiento o la ironía. La
columna diaria se ha convertido en un estricto y esplendoroso género
literario en el que muchos periodistas acaban confirmando su condición
esencial de escritores. El trasiego, cada vez más frecuente, de la
literatura al periodismo y del periodismo a la literatura está resultando
beneficioso para ambas actividades y, de un modo general, para la calidad
y la claridad de la lengua escrita. Los periódicos se suelen escribir
bien y este es un hecho que conviene afirmar. No se maltrata en ellos el
idioma, como afirman bastantes lectores cascarrabias o algunos dómines de
ocasión, salvo en cuestiones muy concretas y muchas veces discutibles. Lo
excepcional, en el ámbito de nuestra lengua, es leer un periódico mal
escrito, que también los habrá, supongo, localizados y de escasa
difusión. Lo normal es el periódico bien redactado, en un lenguaje
directo y transparente, cuidado y eficaz, con el goce estético añadido,
para un determinado lector, de algún artículo de garantía o de tal
acreditada columna que nunca defrauda. Pero es que además, algunas veces,
ese artículo o esa columna de los que tratan es de los vicios del
lenguaje, de incorrecciones o impropiedades habituales que intentan
erradicar. Basten un par de ejemplos señeros. La exitosa obra de Fernando
Lázaro Carreter, «El dardo en la palabra», no es más que la
recopilación de sus numerosos artículos sobre usos lingüísticos
publicados en la prensa durante bastantes años; y al otro lado del mar,
quien hojee cada viernes «El Sol» de Lima se encontrará con una famosa
columna, «Dice Martha Hildebrandt», desde la que esta conocida
lingüista, catedrática universitaria, diputada, secretaria de la
Academia Peruana de la Lengua, instruye a sus conciudadanos sobre
cuestiones idiomáticas, con sabiduría, con galanura y con autoridad.
Muchos otros articulistas y muchos otros columnistas que han participado o
participan en esa lucha interminable por el buen decir le vendrán,
supongo, a la memoria a quien esto lea. Son legión, en España y en
América. Y los periódicos les han cedido tribuna, sin reservas, para que
denuncien, a veces, los propios vicios idiomáticos en que sus páginas
incurren. El celo por el buen uso de la lengua y la solicitud que ha
puesto en ellos han sido una constante en el periodismo hispánico y eso
ha dado lugar, en estos últimos tiempos de novedades y contradicciones, a
que muchos diarios hayan elaborado sus manuales de estilo para establecer
criterios y facilitar la tarea de sus redactores. Y el «Manual de
español urgente» de la Agencia EFE, que sirve la información
primordialmente a la prensa escrita en español, se ha convertido en
indispensable obra de consulta de muchas redacciones. De todas estas cosas
le estuve hablando a mi gentil entrevistadora limeña. Nuestra lengua
escrita de cada día, la que nos llega a cada uno en nuestro diario
mañanero, en Madrid, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en Santafé
de Bogotá, en Caracas, en Ciudad de México, en San Juan de Puerto Rico,
en cualquier ciudad o población del ancho mundo de habla española, es
una lengua unitaria en su norma común, la lengua de todos nosotros, los
hispanohablantes, aunque en cada lugar se nos ofrezca con sabores propios,
con aromas particulares, como el pan o el café del desayuno que la
acompaña.
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