VARGAS LLOSA, Mario: La lengua de todos, II Congreso Internacional de la Lengua Española, Valladolid, 2001
Mario Vargas Llosa, La lengua de todos
Hijo de un conquistador español
y de una princesa inca, nacido en el Cusco el 12 de abril de 1539, la infancia y
juventud de Gómez Suárez de Figueroa transcurrieron en una circunstancia
privilegiada: el trauma de la conquista y destrucción del Incario se conservaba
intacto en el recuerdo de indios y españoles, y los fastos y desgarros de la
colonización, con sus luchas, enconos, quimeras, proezas e iniquidades tenían
lugar poco menos que ante los ojos del joven bastardo cuya memoria se impregnó
de aquellas imágenes sobre las que volvería medio siglo después, ávidamente.
A los veinte años, en 1560, Gómez Suárez de Figueroa partió a España,
adonde llegó luego de un viaje que lo hizo cruzar la cordillera de los Andes,
los arenales de la costa, el mar Pacífico, el Caribe, el Atlántico, Panamá,
Lisboa y, finalmente, Sevilla. Fue a la corte con el propósito de reivindicar
los servicios prestados por su padre, el capitán Garcilaso de la Vega, en la
conquista de América y obtener por ello las mercedes correspondientes. Sus empeños
ante el Consejo de Indias fracasaron, por las volubles lealtades de aquel capitán,
a quien perdió la acusación de haber prestado su caballo al rebelde Gonzalo
Pizarro en la batalla de Huarina, episodio que el joven mestizo trató luego de
refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando su frustración, fue a sepultarse en
un pueblecito cordobés, Montilla, en el que pasó muchos años en total
oscuridad. Salió de allí, por breve tiempo, para combatir entre marzo y
diciembre de 1570, en la mesnada del Marqués de Priego, contra la rebelión de
los moriscos en las Alpujarras de Granada, donde ganó sus galones de capitán.
En Montilla, luego en Córdoba,
amparado por sus parientes paternos, vivió una existencia ordenada de la que
sabemos, apenas, su afición a los caballos, que embarazó a una criada que le
dio un hijo natural, que apadrinó abundantes bautismos y negoció unos censos
con don Luis de Góngora. Y que se dedicó a leer y estudiar con provecho, pues,
cuando, en 1570, aparezca su primer libro, una traducción del italiano al español
de un libro de filosofía neoplatónica, los Diálogos de amor, de León
Hebreo, el cusqueño de Montilla, que para entonces ha cambiado su nombre por el
de Inca Garcilaso de la Vega, se ha vuelto un espíritu impregnado de cultura
renacentista y dueño de una prosa tan limpia como el aire de los Andes. El
libro fue prohibido por la Inquisición, y el Inca, cauteloso, se apresuró a
dar la razón a los inquisidores admitiendo que no era bueno que semejante obra
circulara en lengua vulgar «porque no era para vulgo».
Para entonces, estaba empeñado en una empresa intelectual de mayor calado: la
historia de la expedición española a la Florida, capitaneada por Hernando de
Soto y, luego, por Luis de Moscoso, entre 1539 y 1543, aprovechando los
recuerdos del capitán Gonzalo Silvestre, un viejo soldado que participó en
aquella aventura y a quien Garcilaso había conocido en el Cusco. Aunque, en sus
páginas, el Inca alega, dentro de los tópicos narrativos de la época, ser un
mero escriviente de los recuerdos de Silvestre y de otros testigos de
aquella desventurada expedición, La Florida del Inca, impresa en Lisboa
en 1605, es, en verdad, una ambiciosa relación de arquitectura novelesca,
impregnada de referencias clásicas y escrita con la alianza de peripecias,
dramatismo, destellos épicos y colorido de las mejores narraciones
caballerescas. Este texto basta para hacer de él uno de los mejores prosistas
del Siglo de Oro. Pero, el libro que lo ha inmortalizado y convertido en símbolo,
son los Comentarios Reales, cuya primera parte, dedicada al Imperio de
los Incas, se publicó asimismo en Lisboa, en 1609, cuando Garcilaso tenía 70 años,
y la segunda, llamada Historia General del Perú, sobre las guerras
civiles y los comienzos de la Colonia, en 1617, un año después de su muerte.
El Inca asegura que sólo escribió «lo que mamé en la leche y vi y oí a mis
mayores», es decir, esos parientes maternos, como Francisco Huallpa Tupac Inca
Yupanqui, y los antiguos capitanes del emperador Huayna Cápac —tío de su
madre—, Juan Pechuta y Chanca Rumachi, cuyas historias sobre el destruido
Tahuantinsuyo maravillaron su infancia, en evocaciones que él resumió de
manera fulgurante: «De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las
cosas presentes, lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su
República. Estas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus
vistas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas
y llanto, diciendo: Trocósenos el reinar en vasallaje». Pero, pese a la
solidez de sus recuerdos, a sus consultas epistolares a los cusqueños, y al
cotejo que realizó con otros historiadores de Indias, como Blas Valera, José
de Acosta, Agustín de Zárate o Cieza de León, los Comentarios reales
deben tanto a la ficción como a la realidad, porque embellecen la historia del
Tahuantinsuyo, aboliendo en ella, como hacían los amautas con la historia
incaica, todo lo que podía delatarla como bárbara —los sacrificios humanos,
por ejemplo, o las crueldades inherentes a guerras y conquistas— y aureolándola
de una condición pacífica y altruista que sólo tienen las historias
oficiales, auto-justificadoras y edificantes. Para resaltar más los logros del
Incario, a todas las culturas y civilizaciones anteriores o contemporáneas a
los Incas las ignora o acusa de primitivas y salvajes, viviendo en estado de
naturaleza y esperando que llueva sobre ellas, maná civilizador, la colonización
de los incas, cuyo dominio magnánimo y pedagógico «los sacaban de la vida
ferina y los pasaban a la humana». La descripción de las conquistas de los
emperadores cusqueños es pocas veces guerrera; a menudo, un ritual trasplantado
de las novelas de caballerías y sus puntillosos ceremoniales, en el que los
pueblos, con sus curacas a la cabeza, se entregan a la suave servidumbre del
Incario tan convencidos como los propios incas de la superioridad militar,
cultural y moral de sus conquistadores. A veces, las violencias que éstos
cometen son el correlato de su benignidad, pues las infligen en nombre del Bien
para castigar el Mal, como el Inca Cápac Yupanqui, que, después de reducir pacíficamente
incontables pueblos y tribus, ordena a sus generales que, en los valles costeros
de «Uuiña, Camaná, Carauilli, Picta, Quellca y otros» hagan «pesquisa de
sodomitas y en pública plaza quemasen vivos los que hallasen, no solamente
culpados sino indiciados, por poco que fuesen [...] porque en ninguna manera
quedase memoria de cosa tan abominable» (Libro II, cap. 13). Para ensalzar la
civilización materna, el Inca asimila a los emperadores cusqueños a la
corrección política europea y a la moral de la Contrarreforma. ¿Por qué esta
idílica visión del Imperio de los Incas ha pasado, pese a las enmiendas de los
historiadores, a tener una vigencia que ninguna de las otras, menos fantasiosas,
haya merecido? A que Garcilaso fue un notable escritor, el más artista entre
los cronistas de Indias, y a que su palabra contagiaba a todo lo que escribía
ese poder de sobornar al lector que los grandes creadores infunden a sus
ficciones.
Es un gran prosista, y su prosa rezuma poesía a cada trecho. Nos habla del «hervor
de las batallas» y asegura que los habitantes de esa República feliz, como en
las utopías renacentistas, «trocaban el trabajo en fiesta y regocijo». ¿Por
qué lucían tan feraces los maizales? Porque los incas «echaban al maíz estiércol
de gente [...] que es el mejor». ¿Qué son esas majestuosas siluetas que
surcan los cielos? Las «aves que los indios llaman cúntur [...] tan
grandes que muchas se han visto tener cinco varas de medir, de punta a punta de
las alas». Su paisaje favorito es el de los Andes, «aquella nunca jamás
pisada de hombres ni de animales, inaccesible cordillera de nieves que corre
desde Santa Marta hasta el Estrecho de Magallanes...». Pero la visión de la
costa y sus desiertos y playas espumosas le inspira también descripciones
deslumbrantes, como la de los alcatraces pescando.
Hombre de vida tranquila y disciplinada, según revelan los documentos que nos
han llegado de él, Garcilaso proyecta ese ideal doméstico sobre el Imperio de
los Incas en el que alaba, antes que nada, «su orden y concierto». La manía
de la limpieza era tal, afirma, que los Incas mandaban dar «azotes en los
brazos y piernas» a los desaliñados, y exigían como tributos «canutos de
piojos» en su «celo amoroso de los pobres impedidos, por obligarles a que se
despiojasen y limpiasen».
Muchas páginas de antología
hay en los Comentarios reales, como la aventura del náufrago Pedro
Serrano, precursor y acaso modelo del Robinson Crusoe, la enfermedad de la luna
y los conjuros para curarla, la conquista de Chile por Pedro de Valdivia y las
rebeliones araucanas, y, principalmente, la evocación del Cusco, su tierra. A
la nostalgia y el sentimiento que impregnan este texto de ternura y delicadeza,
se suman una precisión abrumadora de datos animados por pinceladas de color que
trazan, en inmenso fresco, la belleza y poderío de la capital del Incario, con
sus templos al sol y sus conventos de vírgenes escogidas, sus fiestas y
ceremonias reglamentadas, y lo pintoresco de los tocados que distinguían a las
diferentes naciones viviendo en esta ciudad cosmopolita, erizada de fortalezas,
palacios y barrios conformados como un prototipo borgiano, pues reproducían en
formato menor la geografía de los cuatro suyos o regiones del Tahuantinsuyo.
La elegancia de este estilo está en su claridad y en su respiración simétrica,
en sus frases de vasto aliento que, sin perder la ilación ni atropellarse,
despliegan, en perfecta armonía, ideas e imágenes que alcanzan, algunas veces,
la hipnótica fuerza de las narraciones épicas, y, otras, los acentos líricos
de las elegías. El Inca Garcilaso, «forzado del amor natural de la patria»,
que dice haberle impulsado a escribir, perfecciona la realidad objetiva para
hacerla más hechicera, sobre un fondo de verdad histórica con el que se toma
libertades pero sin romper nunca del todo. Los Comentarios Reales es una
de esas obras maestras contra las que en vano se estrellan las rectificaciones
de los historiadores, porque su verdad, antes que histórica, es estética y
verbal.
El logro extraordinario del
libro —dicho esto sin desmerecer sus méritos sociológicos e historiográficos—,
ocurre en el lenguaje: es literario. Del Inca se ha dicho que fue el primer
mestizo, el primero en reivindicar su condición de indio y de español, y, de
este modo, también, el primer peruano o hispanoamericano de conciencia y corazón,
como dejó predicho en la hermosa dedicatoria de su Historia General del Perú:
«A los Indios, Mestizos y Criollos de los Reynos y Provincias del grande y riquísimo
Imperio del Perú, el Ynca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y
paisano, salud y felicidad». Pero, acaso sea más importante todavía que,
gracias a la cristalina y fogosa prosa que inventó, fue el primer escritor de
su tiempo en hacer de la lengua de Castilla una lengua de extramuros, de allende
el mar, de las cordilleras, las selvas y los desiertos americanos, una lengua no
sólo de blancos, ortodoxos y cristianos, también de indios, negros, mestizos,
paganos, ilegítimos, heterodoxos y bastardos. En su retiro cordobés, este
anciano encandilado por el fulgor de sus recuerdos, perpetró, el primero de una
vastísima tradición, un atraco literario y lingüístico de incalculables
consecuencias: tomó posesión del español, la lengua del conquistador y, haciéndola
suya, la hizo de todos, la universalizó. Una lengua que, como el runa-simi,
que él evocaba con tanta devoción, se convertiría desde entonces, igual que
el quechua, la lengua general del Imperio de los Incas, en el medio de expresión
de muchas razas, culturas, geografías, una lengua que, al cabo de los siglos,
pasaría a representar a una veintena de sociedades desparramadas por el
planeta, y a cientos de millones de seres humanos, a los que hace sentirse
solidarios, hijos de un tronco común, y partícipes, gracias a ella, de la
modernidad.
Éste ha sido un vastísimo proceso, con innumerables figurantes y actores.
Pero, si hay que buscar un hito clave en el largo camino del español, desde sus
remotos orígenes en las montañas asediadas de Iberia hasta su formidable
proyección presente, es de justicia recordar los Comentarios reales que escribió, hace cuatro siglos, en un rincón de Andalucía, un
cusqueño expatriado al que espoleaban una agridulce melancolía y esa ansiedad
de escribidor de preservar la vida o de crearla, sirviéndose de las palabras.