OBRA: Gramática de la Lengua
Castellana destinada al uso de los
americanos (Prólogo), Andrés
Bello.
FUENTE: edición de Feo.
Abad, Barcelona, Edaf, 1982.
PROLOGO
Aunque en esta Gramática hubiera deseado no desviarme
de la nomenclatura y explicaciones usuales, hay puntos en
que me
ha parecido que las prácticas de la lengua castellana
podían
representarse de un modo más completo y exacto.
Lectores
habrá que califiquen de caprichosas las alteracio-
nes que en esos puntos he introducido, o que las imputen
a una
pretensión extravagante de decir cosas nuevas: las
razones que alego probarán, a lo menos, que no las he adop-
tado sino
después de un maduro examen. Pero la prevención
más
desfavorable, por el imperio que tiene aun sobre per-
sonas
bastante instruidas, es la de aquellos que se figuran
que en
la gramática las definiciones inadecuadas, las cla-
sificaciones
mal hechas, los conceptos falsos, carecen de in-
conveniente, siempre que por otra parte se expongan con
fidelidad
las reglas a que se conforma el buen uso. Yo creo,
con todo, que esas dos cosas son inconciliables; que el uso
no
puede exponerse con exactitud y fidelidad sino analizan-
do,
desenvolviendo los jsrineipios verdaderos que lo dirigen,
que
una lógica severa es indispensable requisito de toda
enseñanza;
y que en el primer ensayo que el entendimiento
hace de
sí mismo es en el que más importa no acostumbrarle
a pagarse de meras palabras.
El habla de un pueblo es un sistema artificial de signos,
que
bajo muchos respectos se diferencia de los otros siste-
mas de la misma especie: de que se sigue que cada lengua
tiene
su teoría particular, su gramática. No debemos, pues,
aplicar
indistintamente a un idioma los principios, los tér-
minos,
las analogías en que se resumen bien o mal las prác-
ticas
de otro. Esta misma palabra idioma está diciendo que
cada lengua
tiene su genio, su fisonomía, sus giros; y mal
desempeñaría su oficio el gramático que
explicando la suya
se limitara a lo que ella tuviese de común con otra, o (to-
davía peor) que supusiera semejanzas donde no hubiese más
que diferencias, y diferencias importantes, radicales. Una
cosa es la gramática general, y otra la gramática de un
idioma dado: una cosa comparar entre sí dos idiomas, y otra
considerar un idioma como es en sí mismo. ¿Se trata, por
ejemplo, de la conjugación del verbo castellano? Es preciso
enumerar las formas que toma, y los significados y usos de
cada forma, como si no hubiese en el mundo otra lengua que
la castellana; posición forzada respecto del niño, a quien se
exponen las reglas de la sola lengua que está a su alcance,
la lengua nativa. Este es el punto de vista en que he procu-
rado colocarme, y en el que ruego a las personas inteligentes,
a cuyo juicio someto mi trabajo, que procuren también co-
locarse, descartando, sobre todo, las reminiscencias del idio-
ma latino.
Obedecen, sin duda, los signos del
pensamiento a ciertas
leyes generales, que derivadas de aquellas a que está sujeto
el pensamiento mismo, dominan a todas las lenguas y cons-
tituyen una gramática universal. Pero si se exceptúa la re-
solución del razonamiento en proposiciones, y de la propo-
sición en sujeto y atributo; la existencia del sustantivo para
expresar directamente los objetos, la del verbo para indicar
los atributos y la de otras palabras que modifiquen y deter-
minen a los sustantivos y verbos a fin de que, con un nú-
mero limitado de unos y
otros, puedan designarse todos los
objetos posibles, no sólo
reales sino intelectuales, y todos los
atributos que percibamos o
imaginemos en ellos; si excep-
tuamos esta armazón fundamental de las lenguas, no veo
nada que estemos obligados
a reconocer como ley universal
de que a ninguna sea dado
eximirse. El número de las partes
de la oración pudiera ser mayor o menor de lo que es en
latín o en las lenguas
romances. El verbo pudiera tener gé-
neros y el nombre tiempos.
¿Qué cosa más natural que la
concordancia del verbo con
el sujeto? Pues bien; en griego
era no sólo permitido sino usual concertar el plural de los
nombres neutros con el
singular de los verbos. En el enten-
dimiento dos negaciones se destruyen necesariamente una a
otra, y así es también casi siempre en el habla; sin que por eso
deje de haber en
castellano circunstancias en que dos nega-
ciones no afirman. No
debemos, pues, trasladar ligeramente
las afecciones de las
ideas a los accidentes de las palabras.
Se ha errado no poco en
filosofía suponiendo a la lengua
un trasunto fiel del
pensamiento; y esta misma exagerada
suposición ha extraviado a
la gramática en dirección con-
traria: unos argüían de la
copia al original; otros del origi-
nal a la copia. En el
lenguaje lo convencional y arbitrario
abraza mucho más de lo que
comúnmente se piensa. Es im-
posible que las creencias,
los caprichos de la imaginación,
y mil asociaciones
casuales, no produjesen una grandísima
discrepancia en los medios
de que se valen las lenguas para
manifestar lo que pasa en
el alma; discrepancia que va sien-
do mayor y mayor a medida
que se apartan de su común
origen.
Después de un trabajo tan importante como el de Salva,
lo único que me parecía
echarse de menos era una teoría
que exhibiese el sistema de la lengua en la generación y
uso de sus inflexiones y
en la estructura de sus oraciones,
desembarazado de ciertas
tradiciones latinas que de ninguna
manera le cuadran. Pero
cuando digo teoría no se crea que
trato de especulaciones
metafísicas. El señor Salva reprueba
con razón aquellas
abstracciones ideológicas que, como las
de un autor que cita, se
alegan para legitimar lo que el uso
proscribe. Yo huyo de
ellas, no sólo cuando contradicen al
uso, sino cuando se remontan sobre la mera práctica del
lenguaje. La filosofía de
la gramática la reduciría yo a re-
presentar el uso bajo las fórmulas más
comprensivas y sim-
ples. Fundar estas fórmulas en otros
procederes intelectua-
les que los que real y verdaderamente
guían al uso, es un
lujo que la gramática no ha menester.
Pero los procederes
intelectuales que real y verdaderamente
le guían, o en otros
términos, el valor preciso de las
inflexiones y las combina-
ciones de las palabras, es un objeto
necesario de averigua-
ción; y la gramática que lo pase por
alto no desempeñará
cumplidamente su oficio. Como el diccionario
da el signifi-
cado de las raíces, a la gramática
incumbe ercponer el valor
de las inflexiones y combinaciones, y
no sólo el natural y
primitivo,
sino el secundario y el metafórico, siempre que
hayan entrado en el uso general de la
lengua Este es el
campo que privativamente deben abrazar
las especulaciones
gramaticales, y al mismo tiempo el
límite que las circuns-
cribe. Si alguna vez he pasado este
límite, ha sido en breví-
simas excursiones, cuando se trataba
de discutir los alegados
fundamentos ideológicos de una
doctrina, o cuando los acci-
dentes gramaticales revelaban algún
proceder mental cu-
rioso: trasgresiones, por otra parte,
tan raras, que sería de-
masiado rigor calificarlas de importunas
No tengo la pretensión de escribir para los
castellanos.
Mis lecciones se dirigen a
mis hermanos, los habitantes de
Hispanoamérica. Juzgo
importante la conservación de la
lengua de nuestros padres
en su posible pureza, como un
medio providencial de
comunicación y un üínculo de frater-
nidad entre las uarías
naciones de origen español derramadas
sobre los dos continentes. Pero no es un purismo supersti-
cioso lo que me atrevo a recomendarles. El adelantamiento
prodigioso de todas las
ciencias y las artes, la difusión de
la cultura intelectual y
las revoluciones políticas, piden cada
día nuevos signos para
expresar ideas nuevas, y la introduc-
ción de vocablos
flamantes, tomados de las lenguas antiguas
y extranjeras, ha dejado
ya de ofendemos, cuando no es
manifiestamente innecesaria,
o cuando no descubre la afec-
tación y mal gusto de los
que piensan engalanar así lo que
escriben. Hay otro vicio
peor, que es el,prestar acepciones
nuevas a las palabras y
frases conocidas, multiplicando las
anfibologías de que por la
variedad de significados de cada
palabra adolecen más o
menos las lenguas todas, y acaso
en mayor proporción las que más se cultivan, por el casi
infinito número de ideas a
que es preciso acomodar un nú-
mero necesariamente limitado
de signos. Pero el mayor mal
de todos, y el que, si no
se ataja, va a privarnos de las in-
apreciables ventajas de un
lenguaje, común, es la avenida de
neologismos de
construcción, que inunda y enturbia mucha
parte de lo que se escribe
en América, y alterando la estruc-
tura del idioma, tiende a
convertirlo en una multitud de dia-
lectos irregulares,
licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas
futuros, que durante una
larga elaboración reproducirían
en América lo que fue la
Europa en el tenebroso período
de la corrupción del
latín. Chile, el Perú, Buenos Aires,
México, hablarían cada uno
su lengua, o por mejor decir,
varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, don-
de dominan ciertos idiomas
provinciales, pero viven a su
lado otros varios,
oponiendo estorbos a la difusión de las
luces, a la ejecución de
las leyes, a la administración del
Estado, a la unidad
nacional. Una lengua es como un cuerpo
viviente: su vitalidad no
consiste en la constante identidad
de elementos, sino en la
regular uniformidad de las funcio-
nes que éstos ejercen, y
de que proceden la forma y la índole
que distinguen al todo.