El cordobés Séneca nos pide mesura hasta en el sufrimiento y el
belmontino Gracián nos aconseja que seamos breves. Pues bien, mesurada y
brevemente, siguiendo estas dos sabias y prudentes normas y por respeto a
mi alto auditorio, pruebo a dar mi aviso de la defensa del español, la
lengua en que a Cervantes, al decir de Unamuno, Dios le dio el Evangelio
del Quijote: la lengua en la que tenemos nuestra histórica e inmediata
circunstancia y la fortuna de saberla digna y suficiente, firme y
saludable, lozana y adecuada a los usos, afanes y necesidades que nos
animan a seguir viviendo en ella y, en mi caso, también para ella y de
ella.
La noticia de la Gramática de Nebrija estuvo hace no mucho en boca
de todos con motivo de su quinto cumplesiglos y con frecuencia se nos
recuerda que en ella y no más comenzado el prólogo, su autor dice a doña
Isabel, Reina y Señora natural de España, que siempre la lengua fue
compañera del Imperio. Pongamos en el lugar de la palabra señaladora de
este solemne concepto, envejecido ya tras los quinientos años pasados
desde entonces, una voz que designe alguna noción en actual candelero,
por dispares que pudieran parecernos las unas de las otras, cultura, nota
o marca o seña de identidad, revolución, mercado, lo que fuere, y no nos
será difícil intuir lo que quiso señalar Nebrija, esto es, que la
lengua es un arma, una herramienta primordial, insubstituible por ninguna
otra y necesaria para darnos sentido y presencia y abrir las más amplias
perspectivas a nuestros anhelos.
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Repárese en que el pensamiento de nuestro glorioso gramático, puesto al
día, cobra una frescura que nos alerta de su verdad, y no olvidemos
tampoco su serena y cierta advertencia en este trance de hoy. Ahora nos
corresponde dejar constancia de la idea de Cervantes de que no hay ningún
camino que no se acabe como no se le oponga la pereza y la ociosidad;
propongámonos no olvidar esta sutil sabiduría cuya presencia tanto vamos
a necesitar.
La posibilidad de entendimiento crece o mengua en función del auge o la
desnutrición de otra posibilidad condicionadora, la de la comunicación.
Los europeos del siglo XX
dejamos escapar de la mano la bendición que hubiera supuesto convertir,
mejor dicho, conservar el latín como la lengua culta internacional, y los
españoles del siglo XXI
tendremos que estar alertas para evitar que el español deje de ser la
lengua común de los españoles, lo que sería un despropósito histórico
e incluso político.
Como amante de la lengua, de las lenguas, de todas las lenguas —y no
digamos de las españolas: el español, el catalán, el gallego y el
vasco— preconizo que juguemos a sumar y no a restar, que apostemos al
alza y no a la baja, que defendamos la libertad de las lenguas y sus
hablantes, soñemos con la igualdad de propósitos y troquemos la
fraternidad de los juegos florales y los discursos de artificios y su
escenografía caduca e inoperante, por la justicia de la implacable erosión
semántica, esa ilusión que acabaría perfeccionando al hombre en paz.
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Sí. No usemos la lengua para la guerra, y menos para la guerra de las
lenguas, sino para la paz, y sobre todo para la paz entre las lenguas. De
la defensa de la lengua, de todas las lenguas, sale su fortaleza, y en su
cultivo literario se fundamenta su auge y su elástica y elegante
vigencia.
Quisiera ser muy cauto en mis apreciaciones —y no sólo por el ya
aludido respeto que debo a quien se lo debo, sino también por el que
siento hacia la lengua en la que me honro expresándome— pero tampoco
debo dejar huir este momento que se me brinda para no callarme: quien la
ocasión pierda, decía San Juan de la Cruz, es como quien soltó el
avecica de la mano, que no la volverá a cobrar.
Os suplico que me oigáis, Majestades, Señor Presidente, señores y señores.
Los españoles y los hispanoamericanos somos dueños y usuarios de una de
las cuatro lenguas del ya próximo futuro, ya sabéis bien que las otras
son el inglés, el árabe y el chino, dicho sea sin desprecio de ninguna
otra y guiado no más que por consideraciones de inercia histórica en las
que, claro es, ni entro ni salgo.
Nuestra lengua, el español, ha venido siendo ignorada, cuando no
zaherida, oficial y administrativamente entre nosotros y desde que la
memoria alcanza, y tan sólo en estos gozosos momentos y con motivo de la
creación del Instituto Cervantes que ahora da todavía sus primeros
pasos, parece que se hace una clarita en nuestro horizonte. ¡Ojalá la
suerte nos acompañe a todos!
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Es doloroso que siendo la nuestra una de las lenguas más hermosas y
poderosas y eficaces del mundo, nadie, hasta hoy, se haya preocupado de
enseñarla por ahí fuera y de defenderla por aquí dentro, donde tampoco
es atendida como es debido. Y que nadie achaque a la Academia las culpas
que le son ajenas por cuanto languideció durante largos años en la más
indigente inopia; la culpa fue del Estado que ahora parece arrepentirse de
graves y pretéritos errores y aun olvidos.
Los españoles hemos visto cómo se perdía el español en las Filipinas,
cómo va camino de perderse en Guinea, en el Sahara y, ¡ay! entre los
hijos de los emigrantes españoles a Europa, cómo no supimos enseñárselo
a Europa, cómo no supimos enseñárselo a los rifeños y cómo lo
zarandeamos y vapuleamos entre nosotros; parece ser que, por fin y en
buena hora, estamos conjurando, atajando, el peligro de que nuestros
nietos tuvieran que llorar la pérdida del español en la Península Ibérica.
A todo puede ponerse coto con inteligencia, con paciencia y con dinero,
bien es cierto, pero quizá metiendo, antes de nada, un poco de orden en
nuestro pensamiento y el necesario coto a nuestras inexplicables e
ingenuas vergüenzas.
¿Por qué algunos españoles, con excesiva frecuencia, se avergüenzan de
hablar el español y de llamarlo por su nombre, prefiriendo decirle
castellano, que no es sino el generoso español que se habla en Castilla?
¿Por qué se huye de los términos Hispanoamérica e hispanoamericano,
que se fingen entender en muy desvirtuador sentido, y se llega a la equívoca
y acientífica aberración de llamarlos Latinoamérica y latinoamericano?
¿Por qué se olvida que en los Estados Unidos los hispanohablantes
caribes, mejicanos y centroamericanos se llaman hispanos a sí mismos?,
etcétera.
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Sacudámonos falsos pudores que nos dificultan ver claro y recordemos a
los americanos que hablan el español que ésta es la lengua de todos, ni
más ni menos nuestra que suya ni al revés, y que todos, queramos o aun
sin quererlo, somos hispanos o hispánicos o iberos o ibéricos. Y bajo
cualquiera de ambos dobles gentilicios caben también los portugueses y
los brasileños porque ni Hispania ni Iberia quieren decir España, que es
realidad y entidad mucho más moderna, sino que señalan la entera Península
Ibérica. Hace unos momentos pedía también dinero para esta noble causa.
La lengua es la más eficaz de todas las armas, ya quedó dicho, y la más
rentable de todas las inversiones; nunca es tarde para que empecemos a
poner nuestros ahorros al servicio de futuros benéficos que serán de
todos y que servirán para todos.
Y me callo ya porque tampoco soy quién para abusar del tiempo que se me
regala; porque, según Alfonso X el Sabio, el mucho hablar hace envilecer
las palabras y porque, para Cervantes, siempre Cervantes, no hay
razonamiento que, aunque sea bueno, siendo largo lo parezca
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