OBRA: Comentarios de Fernando de Herrera a la
edición de las Obras
de Garcilaso de la Vega de Francisco de Medina
(1580)
Manierismo españoles, Barcelona, Puvill, 1986.
pero no sé cómo sufrirán los nuestros, que con
tanta admiración celebran la len-
gua, el modo
del decir, la gracia y los pensamientos de los escritores toscanos, que ose
yo afirmar, que
la lengua común de España, sus frases y términos, su viveza y espíritu,
y los
sentimientos de nuestros poetas pueden venir a comparación con la elegancia de
la
lengua y con
la hermosura de las divinas rimas de Italia. Porque me parece, que más fácil-
mente
condescenderán con mi opinión los italianos, que tienen algún conocimiento de
la
nuestra, que
los españoles, que ponen más cuidado en la inteligencia de la lengua extran-
jera, que de
la suya, y permítaseme que yo diga esto, que la verdad y razón piden que
se manifieste,
porque no me obliga a publicallo la pasión, que tuvo el Tomitano cuando
encendido con
vehemente, pero desfrenado ímpetu, quiso extender todas las fuerzas de
su elocuencia
en vituperio de la habla, y conceptos, y ingenios españoles, y no contento
de haber
condenado como a él le pareció, toda nuestra nación en lo que toca a esta
parte,
porque se
conociese por el ejemplo ser de aquella suerte, confirmó su opinión con un
lugar, que
trajo de Fray Antonio de Guevara, como si fueran los españoles tan bárbaros
y apartados
del conocimiento de las cosas, que no supieran entender qué tales eran aque-
llos escritos.
Pero no perdiera reputación, ya que quiso volver el estilo contra toda una
gente no ignorante ni sujeta, si dejara de traer aquellos modos de decir
suyos, con que
quiere enseñar
la elocuencia toscana; porque no hay afectación española, hablo a su pare-
cer, que no le
dé la ventaja. Mas ¿por qué ha de ser tan atrevida la ignorancia de los hom-
bres, que no
conocen la riqueza de nuestra lengua, aunque nacidos y criados en ella, que
se estime su
determinación como regla universal? Cuando alcanzaren los que admiran la
lengua italiana por ejercicio y arte la fuerza y abundancia y virtudes
de la nuestra, entonces
será lícito,
que la condenen, o alaben; pero sin discernir las cosas, en que la una iguala,
o se prefiere
a la otra, es tiranía insufrible de su mal juicio. Yo respeto con grandísima
veneración los
escritos y la lengua de los hombres sabios de Italia, y encarezco y estimo
singularmente
el cuidado que ponen en la exornación y grandeza y acrecentamiento de
ella; y al
contrario culpo el descuido de los nuestros y la poca afección que tienen a
honrar
la suya; pero
(si esto no procede de mal conocimiento) no puedo inducir el ánimo a este
común error,
porque habiendo considerado con mucha atención ambas lenguas, hallo la
nuestra tan
grande y llena y capaz de todo ornamento, que compelido de su majestad y
espíritu,
vengo a afirmar, que ninguna de las vulgares le excede, y muy pocas pueden
pedi-
lle igualdad.
Y si esto no se prueba bien por algunos escritos, que han salido a luz, no es
culpa de ella,
sino ignorancia de los suyos, mas para que hagan derecho juicio los que tie-
nen entera
noticia de estas cosas, sólo quiero que aparten y desnuden de su ánimo la afec-
ción, y no se dejen llevar de opiniones falsas y envejecidas en hombres
ignorantes y ene-
migos de su
propia gloria, porque si no los mueve pasión, han de confesar forzosamente
la ceguedad y
error de su entendimiento. Y para esto notando con alguna consideración
la naturaleza
y calidad de ambas lenguas vendrán con mucha facilidad en verdadero cono-
cimiento de
esta diferencia. Porque la toscana es muy florida, abundosa, blanda y com-
puesta; pero libre, lasciva, desmayada, y demasiadamente enternecida y
muelle y llena de
afectación, admite todos los vocablos, carece de consonantes en la
terminación, lo cual,
aunque entre ellos se tenga por singular virtud y suavidad, es conocida
falta de espíritu
y fuerza;
tiene infinitos apóstrofos y concisiones, muda y corta y acrecienta los
vocablos.
Pero la
nuestra es grave, religiosa, honesta, alta, magnífica, suave, tierna, afectuosísima
y llena de sentimientos, y tan copiosa y abundante, que ninguna otra
puede gloriarse de
esta riqueza y
fertilidad más justamente; no sufre, ni permite vocablos extraños y bajos,
ni regalos lascivos, es más recatada y observante, que ninguno tiene
autoridad para osar
innovar alguna
cosa con libertad; porque ni corta, ni añade sílabas a las dicciones, ni true-
ca, ni altera
forma; antes toda entera y perpetua muestra su castidad y cultura y admirable
grandeza y
espíritu, con que excede sin proporción a todas las vulgares, y en la facilidad
y dulzura de
su pronunciación. Finalmente la española se debe tratar con más honra y
reverencia, y
la toscana con más regalo y llaneza. Que hayan sido ellos en este género más
perfectos y
acabados poetas que los nuestros, ninguno lo pone en duda; porque han aten-
dido a ello
con más vehemente inclinación, y han tenido siempre en grande estimación este
ejercicio.
Pero los españoles, ocupados en las armas con perpetua solicitud hasta acabar
de restituir
su reino a la religión cristiana, no pudiendo entre aquel tumulto y rigor de
hie-
rro acudir a
la quietud y sosiego de estos estudios, quedaron por la mayor parte ajenos
de su noticia;
y apena pueden difícilmente ilustrar las tinieblas de la oscuridad, en que se
hallaron por
tan largo espacio de años. Mas ya que han entrado en España las buenas
letras con el
imperio, y han sacudido los nuestros el yugo de la ignorancia, aunque la poe-
sía no es tan
generalmente honrada y favorecida como en Italia, algunos la siguen con
tanta destreza
y felicidad, que pueden poner justamente envidia y temor a los mismos
autores de
ella. Pero no conocemos la deuda de habella recibido a la edad de Boscán,
como piensan
algunos, que más antigua es en nuestra lengua, porque el Marqués de San-
tillana, gran
capitán español y fortísimo caballero, tentó primero con singular osadía, y
se arrojó
venturosamente en aquel mar no conocido, y volvió a su nación con los despojos
de las riquezas
peregrinas; testimonio de esto son algunos Sonetos suyos dignos de vene-
ración por la
grandeza del que los hizo, y por la luz que tuvieron en la sombra y confusión
de aquel tiempo, uno de los cuales es éste:
Lejos de vos, e cerca de cuidado,
pobre de gozo, e rico de tristeza,
fallido de reposo, e abastado
de mortal pena, congoja e graveza.
Desnudo de esperanza, e abrigado
de inmensa cuita e visto de aspereza,
la mi vida me huye mal mi grado,
la muerte me persigue sin pereza.
Ni son bastantes a satisfacer
la sed ardiente de mi gran deseo
Tajo al presente, ni me socorrer.
La enferma Guadiana, ni lo creo,
sólo Guadalquivir tiene poder
de me sanar e sólo aquél deseo.
Después de él debieron ser los primeros (hablo de aquellos cuyas obras
he visto),
Juan Boscán y
don Diego de Mendoza, y casi igual suyo en el tiempo Gutierre de Cetina
y Garci Lasso
de la Vega, príncipe de esta poesía en nuestra lengua. Boscán, aunque imitó
la llaneza de
estilo y las mismas sentencias de Ausías, y se atrevió traer las joyas de
Petrarca en su
no bien compuesto vestido, merece mucha más honra, que la que lejía la
censura y el rigor de jueces severos,