OBRA: Coloquio de los
perros, de Miguel de Cervantes
FUENTE: Novelas
ejemplares, edición de Harry SIeber, Madrid, Cátedra, 1980 (Vol. II)
CIPIÓN.—Advierte, Berganza, no sea tentación
del demonio
esa gana de filosofar que dices te ha venido; porque no tiene
la murmuración mejor velo para paliar y
encubrir su maldad
disoluta que darse a entender el murmurador que todo cuanto
dice son sentencias de filósofos y que el
decir mal es repre-
hensión y el descubrir los defetos ajenos buen
celo. Y no hay
vida de ningún murmurante que, si la
consideras y escudri-
ñas, no la halles llena de vicios y de
insolencias. Y debajo
de saber esto, filosofea ahora cuanto
quisieres.
BERGANZA.—Seguro que puedes estar, Cipión, de
que más
murmure, porque así lo tengo prosupuesto. Es,
pues, el caso,
que como me estaba todo el día ocioso y la
ociosidad sea madre
de los pensamientos, di en repasar con la
memoria algunos
latines que me quedaron en ella de muchos que
oí cuando fui
con mis amos al estudio, con que, a mi
parecer, me hallé algo
más mejorado de entendimiento, y determiné, como
si hablar
supiera, aprovecharme dellos en las ocasiones
que se me ofre-
ciesen; pero en manera diferente de la que se
suelen aprove-
char algunos ignorantes. Hay algunos
romancistas que en las
conversaciones disparan de cuando en cuando con
algún latín
breve y compendioso, dando a entender a los
que no lo entien-
den que son grandes latinos, y apenas saben
declinar un nom-
bre ni conjugar un verbo.
CIPIÓN.—Por menor daño tengo ése que el que hacen los que
verdaderamente saben latín, de los cuales hay
algunos tan im-
prudentes que hablando con un zapatero o con
un sastre arro-
jan latines como agua.
BERGANZA.—Deso podremos inferir que tanto peca el que
dice latines delante de quien los ignora como
el que los dice
ignorándolos.
CIPIÓN.—Pues otra cosa puedes advertir, y es que hay al-
gunos que no les excusa el ser latinos de ser
asnos.
BERGANZA.—Pues ¿quién lo duda? La razón está clara, pues
cuando en tiempo de los romanos hablaban todos
latín, como
lengua materna suya, algún majadero habría
entre ellos, a
quien no excusaría el hablar latín dejar de
ser necio.
CIPIÓN.—Para saber callar en romance y hablar en latín,
discreción es menester, hermano Berganza.
BERGANZA.—Así es, porque también se puede
decir una ne-
cedad en latín como en romance, y yo he visto
letrados tontos,
y gramáticos pesados, y romancistas vareteados52
con sus listas
de latín, que con mucha facilidad pueden
enfadar al mundo no
una, sino muchas veces.
CIPIÓN.—Dejemos esto, y comienza a decir tus filosofías.
BERGANZA.—Ya las he dicho: éstas son que acabo
de decir
CIPIÓN.—¿Cuáles?
BERGANZA.—Estas de los latines y romances, que yo comen-
cé y tú acabaste.
CIPIÓN.—¿Al murmurar llamas filosofar? ¡Asi va ello! Ca-
noniza, Berganza, a la maldita plaga de la
murmuración,
y dale el nombre que quisieres, que ella dará
a nosotros el de
cínicos, que quiere decir perros murmuradores;
y por tu vida
que calles ya y sigas tu historia.
BERGANZA.—¿Cómo la tengo de seguir si callo?
CIPIÓN.—Quiero decir que la sigas de golpe,
sin que la hagas
que parezca pulpo, según la vas añadiendo
colas.
BERGANZA.—Habla con propiedad: que no se llaman colas
las del pulpo53.
CIPIÓN.—Ese es el error que tuvo el que dijo que no era tor-
pedad ni vicio nombrar las cosas por sus
propios nombres, co-
mo si fuese mejor, ya que sea forzoso
nombrarlas, decirlas
por circunloquios y rodeos que templen la
asquerosidad que
causa el oírlas por sus mismos nombres. Las
honestas pala-
bras dan indicio de la honestidad del que las
pronuncia o las
escribe.
BERGANZA.—Quiero creerte; y digo que, no
contenta mi for-
tuna de haberme quitado de mis estudios y de
la vida que en
ellos pasaba, tan regocijada y compuesta, y
haberme puesto
atraillado tras de una puerta, y de haber
trocado la liberalidad
de los estudiantes en la mezquinidad de la
negra, ordenó de
sobresaltarme en lo que ya por quietud y
descanso tenia. Mira,
Cipión, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al
desdichado las desdichas le buscan y le
hallan, aunque se es-
conda en los últimos rincones de la tierra.
Dígolo porque la
negra de casa estaba enamorada de un negro,
asimismo es-
clavo de casa, el cual negro dormía en el
zaguán, que es entre
la puerta de la calle y la de en medio, detrás
de la cual yo es-
taba, y no se podían juntar sino de noche, y
para esto habían
hurtado o contrahecho las llaves; y así, las
más de las noches
bajaba la negra, y, tapándome la boca con
algún pedazo de
carne o queso, abría al negro, con quien se
daba buen tiem-
po, facilitándolo mi silencio, y a costa de
muchas cosas que la
negra hurtaba. Algunos días me estragaron la
conciencia las
dádivas de la negra, pareciéndome que sin
ellas se me apre-
tarían las ijadas y daría de mastín en galgo.
Pero, en efeto,
llevado de mi buen natural, quise responder a
lo que a mi amo
debía, pues tiraba sus gajes54 y
comía su pan, como lo deben
hacer no sólo los perros honrados, a quien se
les da renombre
de agradecidos, sino todos aquellos que
sirven.
CIPIÓN.—Esto sí, Berganza, quiero que pase por
filosofía,
porque son razones que consisten en buena
verdad y en buen
entendimiento; y adelante y no hagas soga55,
por no decir
cola, de tu historia.
BERGANZA.—Primero te quiero rogar me digas, si es que lo
sabes, qué quiere decir filosofía; que aunque
yo la nombro,
no sé lo que es; sólo me doy a entender que es
cosa buena.
CIPIÓN.—Con brevedad te lo diré. Este nombre
se compone
de dos nombres griegos, que son filos y
sofía; filos quiere decir
amor, y sofía, la ciencia; así que filosofía significa amor
de la
ciencia, y filósofo, amador de la ciencia.
BERGANZA.—Mucho sabes, Cipión. ¿Quién diablos te enseñó
a tí nombres griegos?
CIPIÓN.—Verdaderamente, Berganza, que eres simple, pues
desto haces caso; porque éstas son cosas que
las saben los
niños de la escuela, y también hay quien
presuma saber la len-
gua griega, sin saberla, como la latina,
ignorándola.