Universidades, Empresas y Falacias Rectorales
GABRIEL TORTELLA
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Una dificultad que se plantea a quien escribe artículos breves sobre problemas
universitarios es acotar el tema; las deficiencias de la universidad española
son tan numerosas y están todas tan interrelacionadas
que parece uno pecar de parcialidad al tratar de una cuestión sin mencionar las
demás. También está, por supuesto, el que, con más de 60 universidades públicas
y más de un millar de departamentos, al generalizar se hace injusticia a las
muchas excepciones que afortunadamente hay al general estado lamentable de la
universidad española. El 4 de agosto pasado se publicaba en este periódico una
carta del profesor Javier Martínez Abaigar en contestación a otra mía; se
quejaba este profesor de que sólo se hablara en el debate que está teniendo
lugar del problema de la contratación y nombramiento de profesores, como si ésta
fuera la única cuestión a debatir. No lo es, por desgracia, pero quizá sea la
más inmediata, por cuanto la
calidad de una universidad se mide en gran parte por la de su personal docente;
no podría ser de otro modo.
Estrechamente relacionada con esta cuestión está la de la gobernación
universitaria, sobre la que había escrito en estas páginas Clara Eugenia Núñez
(Universidad y democracia, 5 de mayo). Si la selección del profesorado se viene
haciendo de manera tan perversa, ello se debe en buena parte al marco legal,
pero también a la conducta de los equipos que gobiernan las universidades, con
los rectores a la cabeza, cuya elección y nombramiento también son
consecuencia en gran parte de la legislación vigente. Esto quedaba explicado en
el artículo de Núñez y en el más reciente de Mariano Fernández Enguita,
también en estas páginas (Endogamia no, incesto y partenogénesis, 16 de
agosto). Si alguna duda quedaba sobre los inconvenientes que tiene el actual
sistema de designación de rectores, el artículo que publicaba, también en EL
PAÍS, Jaume Porta Casanellas, rector de la Universitat de Lleida, el pasado 29
de agosto, la disipaba de
inmediato. En él el Rector Magnífico pretendía rebatir al profesor Fernández
Enguita y terminaba por darle la razón ("Coincido con el profesor Mariano
Fernández en los problemas que plantea"). La endeblez de los
argumentos del Magnífico resultaba evidente, empezando por sus repetidas
confesiones: "No tengo la solución". "No sé cuál es la solución".
Cuando no se tiene la solución a un problema tan importante como el de la
selección del profesorado, señor rector, se hace uso de ese paracaídas que
usted menciona, se dimite y se vuelve a la cátedra, esperando hacer mejor papel
en la tarea docente que el que se ha hecho en la gobernación universitaria.
Empezando por el título (La universidad española, ¿una universidad de
quinquis?), el artículo del Magnífico no tiene desperdicio. No es cuestión de
polemizar con él punto por punto: sería demasiado largo y aburrido. Aquí
quiero solamente referirme a una falacia que ya estaba desarrollada in extenso
en ese manifiesto rectoral que es el llamado Informe Bricall. Es el pretendido
paralelo entre la universidad y la empresa privada: si la
universidad ha de ser eficiente y moderna, se dice, debe regirse por los
principios de la empresa privada, y por tanto, tener total autonomía para
reclutar a su personal, en este caso sus profesores. Dice el Magnífico:
"¿Entendería alguien que una empresa fuese a las empresas de la
competencia a que le seleccionasen su personal? ¿Por qué debemos hacerlo las
universidades?" La falacia está en que la universidad española no es una
empresa privada; es una institución pública, que se nutre de los presupuestos
del Estado, con cargo a los cuales se pagan los sueldos de esos profesores que
los rectores quieren nombrar ellos solitos. Si nuestro Magnífico no percibe el
matiz, debe pedirle a algún alumno aventajado que le explique la diferencia que
hay entre la empresa privada y la pública.
Pero hay mucho más: ¿dónde se ha visto una empresa privada cuyo presidente
sea elegido por el personal y la clientela? Pues así es como se nombran los
Rectores Magníficos en estas universidades nuestras, y sobre este tema no les
hemos oído nunca reclamar que se aplique la lógica de la empresa privada y
sean nombrados por un consejo de administración. Si la universidad pública es
equiparable a la empresa privada, ¿quiénes son sus accionistas? ¿Dónde están
sus cuentas de resultados? ¿En qué mercado compiten? ¿Cuál es su política
de precios? Cuando les conviene, es decir, cuando se trata de lograr mayores
subvenciones, nuestros Magníficos hablan gravemente de la educación como
servicio público. Pero cuando se trata de
gastar se cambia la tocata y la universidad se convierte en empresa privada. El
lector debe saber que estos arriesgados empresarios que son los rectores de las
universidades públicas vetan y hostigan cuanto pueden
(tienen ese poder en el Consejo de Universidades, ese paradigma de la libre
concurrencia) a las verdaderas universidades privadas, inmiscuyéndose incluso
en cómo reclutan ellas su profesorado, a pesar de que esos sueldos no se
financian con dinero público. El desahogo con que estos administradores de las
partidas presupuestarias, estos dispensadores de prebendas a costa del erario,
invocan a la empresa privada es realmente admirable.
No es que la empresa privada sea incompatible con la enseñanza superior: las
que quizá sean las mejores universidades del mundo (Harvard, Princeton, Yale,
Chicago, Stanford) son privadas. Ojalá tuviéramos en España algunas
comparables. Pero lo que resulta grotesco es que los rectores de las
universidades públicas españolas, que luchan con uñas y dientes por mantener
sus monopolios locales y de distrito, que utilizan fondos públicos para
granjearse los bloques de votos que les mantienen en el poder, que permiten e
incluso favorecen los escándalos en que se han convertido las oposiciones a cátedra,
que tratan de ocultar las consecuencias de su vergonzosa política de
profesorado bloqueando la publicación de los baremos de calidad que el
Ministerio de Educación lleva años confeccionando, que hacen todo lo posible
para impedir que en España se asienten universidades privadas que puedan
ponerles en evidencia, intenten hacernos creer que son los campeones de la libre
concurrencia en educación. Si los actuales directivos universitarios pretenden
que comulguemos con esa rueda de molino, lo primero que deben hacer es reunir a
su patronal, la célebre
Conferencia de Rectores (CRUE), y proponer la privatización de las
universidades públicas, proclamar su independencia del presupuesto del Estado
(por ahí comenzaría la tan falsamente trompeteada autonomía), y
poner sus cargos a disposición de los futuros propietarios. Mientras no hagan
esto, un elemental decoro exige que dejen de entonar su destemplada cantinela
empresarial. Es doloroso decirlo, pero mientras la universidad
pública española esté gobernada como hasta ahora, la respuesta a la pregunta
contenida en el título del artículo del Rector Magnífico tendrá que ser
rotundamente afirmativa.
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Gabriel Tortella es catedrático de la Universidad de Alcalá.